REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

5 de noviembre de 2008

Quemar después de leer, épica entre idiotas en un mundo estúpido

La inteligencia es relativa, reza el cartel de la película, y que gran verdad universal. Los hermanos Coen vuelven a hacerlo, una historia que en otras manos podría haber sido un drama queda convertido en una radiografía de nuestros días que, tras ser pasada por el tamiz de los hermanos, queda la esencia de la estupidez. Y la muestran con gran inteligencia, de ahí el mérito.
Un agente de la CIA, rebotado tras lo que considera un despido injusto, se dispone a sacar los trapos sucios de la agencia de inteligencia en unas polémicas memorias. Pero la mala suerte hace que se pierda el CD con ellas y vaya a parar a las manos de dos monitores de gimnasio con ambiciones mundanas. Todo se torcerá cuando el agente no acceda a sus demandas y la cosa se complique implicando a los rusos, un agente del tesoro y un sillón consolador…
Todo es posible en las películas de los hermanos Coen, y aquí no podía ser menos. En lo que podría cerrar una trilogía sobre la levedad del idiota en un mundo hostil, aunque no menos idiota, hipotéticamente formada por Arizona Baby, El Gran Lebowski y esta Burn after Reading (que suena mejor en su título original), los Coen retratan una verbena de perdedores vitales en una trama que les supera y pone a prueba su talento y habilidad para esquivar los golpes, cosa complicada si eres un idiota.
Hago hincapié en la referencia idiota de los personajes, pero hay muy poco de eso en el resto de la cinta y la factura de la misma. Un guión redondo que no deja cabos sin atar y que no toma al espectador por tonto hace que la trama avance aparentemente por el azar de los personajes, aunque sus engranajes marchen tan bien engrasados como los de un buen reloj. Un principio y un final que cierra cada destino de los personajes, acorde a como los hemos visto evolucionar, aunque no por ellos previsible y ni por asomo convencional. Es una comedia, con tintes dramáticos, que hace reír no por las monerías del histrión de turno, sino con las armas del absurdo y el humor negro que tan bien manejan los hermanos de Minneapolis. Todo es posible desde el momento en que la mira mundial se centra en el destino de un punto de este bobo mundo.
Tiene el inconfundible “toque” Coen, con una situaciones y personajes que bien se puede reconocer como propios, y un ritmo ya desarrollado en sus anteriores cintas, con sobresaltos de explosiones de violencia que hacen avanzar la trama, y lo rocambolesco de la situación y sus consecuencias con el sello marca de la casa. La Paranoia, la trivialización de lo que supuestamente depende la seguridad mundial y la muerte conforman el zoológico humano de los que nadan en las aguas de sus egoísmos y naderías, siempre con la especia esencial del absurdo como patina de toda su existencia.
Si bien el guión no tiene fisuras y encaja como un puzzle desquiciado, la cinta no sería la misma si no fuera por un elenco en estado de gracia y cuya comicidad y dramatismo solo son distinguibles según el ángulo desde los mires.
John Malkovich es el agente despechado, un tipo cretino acomodado y aparente triunfador que esconde a un perdedor nada satisfecho con el mundo que le rodea. Piensa que se ha pasado toda la vida luchando contra la estupidez, como el mismo proclama en un acto de completo desvarío, sin haberse mirado al espejo y descubrir que no esta tan alejado de su objetivo. Tras el despecho de su despido, la escritura de sus memorias y la entrega a la etílica botella conformarán su nuevo mapa vital.
Su mujer, Tilda Swinton, una “zorra fría y calculadora”, conoce bien la verdadera naturaleza de su marido y llega a cuestionarse la propia validez de su matrimonio una vez descubre el despido de este y sus intenciones a posteriori. Ella a su vez se la pega con George Clooney, un agente del tesoro con pistola por exigencias del puesto, que no ha usado jamás (ni pretende), pero que utiliza para impresionar a las múltiples féminas con las que mantiene relaciones a través de las páginas de contactos de Internet, para satisfacer sus delirios donjuanescos. Mientras ella, que en el fondo es la más inteligente, analiza su realidad y actúa según sus intereses sin remordimiento alguno, él no es más que una víctima de su propia condición, y el resultado de la esa realidad trastocada le desquiciará por completo. La comicidad de Clooney queda fuera de duda en una actuación hilarante, sin caer en la pantomima aunque sin olvidar su naturaleza de dibujo animado
Los perdedores que ven la luz al encontrar las memorias del espía son Frances McDormand y Brad Pitt, dos monitores de gimnasio torpes, aunque entrañables, que no ven del mundo más que un par de metros por delante y que cuando quieren ver más allá, su miopía congénita les hace desvariar y jugar en una liga que les viene grande. McDormand no resalta especialmente, básicamente porque es la enésima colaboración con los Coen (no en vano es esposa de uno de ellos, Joel), y sabe perfectamente lo que quieren de ella. Pone el piloto automático, y si funciona, como es el caso, para que cambiarlo. Brad Pitt sin embargo explota en su vis cómica con un personaje redondo, alelado, casi una caricatura de si mismo que retrata con éxito y que logra la complicidad del espectador prácticamente desde su primera escena. Se ha considerado esta la mejor actuación de la película, pero lo cierto es que el nivel de todos es muy alto, y la de la Pitt es, quizá, la más pantomímica y acorde con la propia imagen que el intérprete estadounidense puede proyectar. Se ríe de sí mismo, y con ganas.
Mención especial para J.K Simmons y David Rasche, dirigentes de la CIA, que son el verbo de la mirada del espectador, y que con sus comentarios tratan de dar sentido a las vicisitudes de los protagonistas, arrancando las carcajadas más sonoras con sus descripciones de lo absurdo de la situación, y que dualmente, demuestran lo simples que pueden llegar a ser las mentes de los que dirigen los tejemanejes del mundo y la levedad de ciertas decisiones siniestras.
Es este un recurso muy inteligente de los Coen, que dejan que parte de la acción sea narrada por estos dos guías, dotándolas de un absurdo aún más desquiciado, y haciendo de estos diálogos confundidos no una mera repetición de lo visto, sino el complemento esencial para entender toda la trama, un poco liosa para el profano, aunque bien encajada una vez se ve la ilustración completa.
La pluralidad del casting es una de las señas de la película, que ya desde el cartel juega con la estética de su propia enumeración. Homenaje a la estética de Saul Bass para Hitchcock y sus películas de espías, con una estética setentera y cool, que le sienta muy bien al concepto, sin ser nada más que un adorno de estilismo.
La banda sonora de Carter Burwell acentúa esa épica de la historia, exagerando la importancia de las acciones de los protagonistas, ironizando con ello en varias ocasiones y acentuando la trascendencia de una u otra escena. Con poca entidad, quizá, en una escucha exenta, cierto es que acompaña a las imágenes como un guante de látex, en un nuevo ejercicio de montaje que demuestra de nuevo que los Coen saben muy bien como y qué historia quieren contar, utilizando las armas exactas necesarias, sin que sobre o falte nada.

17 de septiembre de 2008

La conjura de El Escorial: un quiero y no puedo de impecable envoltorio

La historia de España como imperio es en su conjunto un filón argumental cinematográfico que el cine no ha sabido todavía del todo aprovechar. Hay casos más o menos dignos, como El Dorado, de Carlos Saura, o la misma Alatriste, de Diaz Yanes, que a pesar de sus vaivenes narrativos ofrecía un fresco entretenido y subyugante de una época entre la gloria y la podredumbre. La conjura de El Escorial se situaría un paso o dos debajo de las aventuras del personaje de Pérez Reverte, siempre escogiendo bien el minuto que se contempla, porque si se toma el equivocado se sufre el riesgo de naufragar sin posibilidad de remisión.
En su argumento, las intrigas palaciegas del primer ministro del rey Felipe II, Antonio Pérez, y la enigmática Princesa de Éboli, con el problema de Flandes de fondo y el gobierno allí del hermanastro del rey, Don Juan de Austria. El secretario personal de este, Juan de Escobedo, acudirá al rey a poderle fondos para solventar la situación en los Países Bajos, pero desatará esto ambiciones y disputas, con el Duque de Alba implicado, la Iglesia y una España en su máximo esplendor como Imperio.
Las intenciones del director Antonio del Real son buenas, a pesar del aviso inicial al comienzo del film en el que parece disculparse al afirmar que se trata de una ficción basada en hechos reales. En principio, al menos honestidad se le puede atribuir, pero todo se viene abajo cuando, una vez más en su filmografía, Del Real se empeña en hacer carrera de su hija, Blanca Jara, a la que no se la puede llamar actriz, y que es precisamente la gran lacra de una cinta que, de otro modo, habría subido peldaños al menos en lo que ha calidad cinematográfica se refiere. De hecho, la dirección de actores de Del Real brilla por su ausencia, abrumado quizá por un reparto de innegable soltura y calidad, y prácticamente deja que cada uno haga su parte, lo que en la mayoría de los casos cumplen con lo prometido, aunque con cierta desgana. Con más personalidad en el plató, el resultado hubiera sido bastante diferente y posiblemente más satisfactorio.
Es en las concesiones a la galería donde los agujeros no solo son visibles, sino que se comen el conjunto final, como comentaremos más adelante, analizando ciertas escenas de juzgado de guardia.
La ambición de superproducción se descubre con su casting internacional y su rodaje en inglés para su facilidad de apertura en el mercado internacional. Jason Isaacs (villano por excelencia en muchas de sus películas, como la saga de Harry Potter o en El patriota) luce como un efectivo Antonio Pérez, intrigante y político a la vez, haciéndolo creíble y efectivo en una trama donde su conspiración más parece por las circunstancias que por ambición propia. Más culpable de esta es la princesa de Éboli, personaje que ella sola da para una buena película, encarnado por Julia Ormond, que sabe dotarla de esa arrogancia mordaz e intenciones sibilinas que necesita el personaje, aunque en ocasiones no parezca que sepa muy hacia donde se dirige su personaje, de cuyo hecho culpa tiene la muy pacata dirección de actores de Del Real y no las intenciones de la actriz. La nómina internacional se completa con el portugués Joaquim de Almeida, como el secretario Juan de Escobedo, exaltado y político de fuerte garra, con la fuerza interpretativa que suele tener el actor luso y con un resultado muy propio con el personaje, y el italiano Fabio Testi como el célebre Duque de Alba, terror militar de los Países Bajos, y que, al menos en su apariencia, parece un trasunto de Sean Connery y su elegancia innata, lo que no le resta presencia al italiano y le sitúa al menos como un digno sucesor generacional, salvando siempre las distancias. Peor parte se lleva el alemán Jürgen Prochnow, competente actor al que le toca un papel muy desdibujado y de decisiones atolondradas, como el alguacil Espinosa, culpable de la peor parte de la película, que hace lo que puede pero que no puede evitar la vía de agua que propicia el naufragio, y se limita a ser una marioneta pobremente justificativa de determinados hechos del film.
En el reparto patrio, un Juanjo Puigcorbé que borda su papel de Felipe II, rey de una España donde no se ponía el sol, irónico y cínico en ocasiones, que mantiene las oscuridades que este personaje mantiene como tradicionales en la historiografía, pero que no deja que estas eclipsen los momentos cotidianos o sus retazos humanos, como sus dolencias de gota o las relaciones con el resto de la corte. Aunque es un papel que habría dado para más, sus apariciones son de lo más brillante del film. Jordi Mollá, que precisamente encarnó a un joven Felipe II en Elizabeth: la Edad de Oro, es el religioso Mateo Vázquez, funcionario de la Secretaría Real, encargado de investigar el asesinato de Escobedo, con la solvencia habitual en el actor catalán. Rosana Pastor es la mujer de Antonio Pérez, fiel a su marido a pesar de saber de facto las infidelidades de este con la enigmática princesa de Éboli, que en su tragedia no podrá sino ser una mera espectadora, pasando incluso su papel de victima a un segundo plano. Destacan como secundarios Concha Cuetos, como dama de compañía de la princesa de Éboli, y un desprovechado Xavier Elorriaga con apenas un par de frases.
Y la gran culpable de que la cinta no despegue es Blanca Jara en un papel innecesario, muy mal definido y peor interpretado, que sirve solo como relleno y detonante débil de la acción principal, que mejor se podría haber resuelto de otra manera más sutil. Su currículo interpretativo se limita a cintas de su padre, el propio director Antonio Del Real, que parece empeñado en hacer de la muchacha una estrella, a pesar de sus nulas capacidades, y ni con calzador hace buen uso de su presencia. Hay que reconocerla sin embargo cierta capacidad, ya que ella sola es capaz de hundir una película que prometía bondades, y como saboteadora cinematográfica no tiene precio.
Hay varias escenas que, prescindiendo de ellas, ganaría enteros este intento de recreación histórica. Las dedicadas al personaje de Damiana, (la inefable Blanca Jara), de la que se enamora el alguacil Espinosa sin ninguna razón aparente que no sea el calentón de la madurez frente a sus jóvenes muslos, rodadas además de manera diferente al resto de la cinta, terriblemente cursis y abobadas, con estampas de muy dudoso gusto y que estorban más que un mono en celo en un parabrisas, cuya fotografía es horteriforme y feista en contraposición con las bellas imágenes del Monasterio de El Escorial y alrededores. Un completo despropósito el introducir esta débil historia de amor, innecesaria, lastre y cadalso sin verdugo de la película.
Menos dolorosas, aunque igualmente pegotonas, son las escenas que protagonizan el actor alemán (culpable sin quererlo de lo peor del filme, como ya hemos comentado) y el personaje encarnado por Jordi Mollá, que sin venir a cuento protagonizan un momento espadachines compadres que parecen sacados de un añejo y feliz Douglas Fairbaks (por su tono jocoso, que no por su factura), que en un momento contrito y solemne se marcan un combate mosqueteril de ciento contra dos, con score de aventuras incluido, que pega menos que un político en un confesionario. No es la horripilancia de la anterior escena romántica, pero es de otra película que no es esta.
En lo que no hay réplica es en la cuestión de la ambientación histórica y decorados, ya que tanto el vestuario, que parece sacado de la época por su fidelidad, como los escenarios de rodaje, la mayoría reales como el propio Monasterio de El Escorial (aunque realmente, por el año que comenta el inicio de la cinta, al monasterio le faltarían unos años para su total finalización, a pesar de los planos aéreos completos que nos regala el director), y sus inmediaciones, de las que sabemos que disfrutaba el rey en sus cacerías y paseos meditabundos.
Son encomiables sus intenciones didácticas, cuya señal más palpable es la voz narradora del principio y el final, que parece introducir un documental más que una película de época, los planos aereos descriptivos de los escenario reales, y la claridad de la que hace gala al describir el panorama político y escenario de las intrigas palaciegas, para que el espectador profano sepa bien en cada momento por donde discurre el camino. Pero sus cojeras dramáticas, sus concesiones baratas y las imposiciones interpretativas dejan un sabor agridulce a lo que podría haber sido un fino plato degustable, entorpecido por masticar repentinas cáscaras de huevo intrusivas que golpean fieramente los cimientos de un intento más del cine español de lucir nuestra historia, y dejar a un lado complejos atávicos y castrantes.
En otras manos, otro gallo habría cantado en la España donde no se ponía el sol.

5 de septiembre de 2008

Astérix, el galo: totalmente un cómic animado

De la primera adaptación a la pantalla de la obra magna de Goscinny y Uderzo puede decirse una cosa segura: fidelidad. En su hora y pico de duración se adapta el primer álbum de la serie de aventuras del pequeño y astuto galo con un respeto absoluto a la historieta original, prácticamente sin variaciones de guión y con un dibujo que calca el espejo de papel en el que se mira. Hecho que, tras su segunda aventura, Astérix y Cleopatra, no volverá a ocurrir, recurriendo a la condensación de álbumes en un mismo hilo narrativo (La sorpresa del César), la creación de nuevas aventuras (Las doce pruebas de Astérix), o el despropósito conceptual de su traslación a imagen real, solo resaltable la asombrosa identificación del actor Gerard Depardieu con el personaje y físico del buenazo de Obélix, pareciendo que ha saltado directamente de las viñetas.
Dirigida por Ray Goznes en 1967 en un estudio de animación de Bruselas (del que no recuerdo el nombre), y a pesar de hacerse sin la colaboración implícita de René Goscinny y Albert Uderzo, los creadores del comic original, Astérix el galo mantiene la intención de ser altamente fiel al material original con todo lo que ello implica. Por supuesto, Bruselas no era los estudios Disney, y si por esta época los estadounidenses habían alcanzado un nivel de calidad y excelencia que no volverían a alcanzar jamás, la animación de Astérix es en comparación algo tosca y simplista. No en vano, en origen se trató de un producto televisivo que según avanzaba en la producción vieron las posibilidades que ofrecía su estreno en cines, y de ahí sus medios no demasiado boyantes. Cierto es que va muy bien con el tipo de aventura, y que así tenemos ya en mente, y que hay que tener en cuenta época, medios y estilo, pero en un análisis objetivo desprovisto de nostalgia comiquera se pueden comprobar las carencias en las técnicas empleadas.
Y es este quizá el único agujero que hace mella en esta pequeña joyita de la animación europea, ya que respecto a todo lo demás mantiene bien firme su vigencia y su poder de fascinación a niños y adultos seguidores del las aventuras galas en las páginas originales. Una historia y un guión que no toma a los niños por tontos y que sabe mantener un interés casi constante por saber que les va a acontecer a nuestros amigos irreductibles es la principal baza de una cinta que poco a envejecido con respecto a muchos productos mucho más modernos en su factura, o la sobresaturación de animación por ordenador que de un tiempo a esta parte invade nuestras pantallas, solo pendientes de la excelencia técnica y ajenas a lo que realmente hace inmortal este tipo de obras: la historia que cuentan.
El argumento, sobradamente conocido, versa cuando en el año 50 a.C. una aldea gala se resiste a la guerra invasiva de Julio César, rodeada de campamentos romanos, gracias a la poción mágica que les prepara su druida y que les otorga habilidades y fuerza sobrehumanos. Una ofensiva romana para averiguar el secreto de su fuerza culmina con la captura de Panoramix, el druida de la aldea, y con Astérix dejándose capturar para liberarlo. Los romanos sabrán entonces el verdadero significado de la resistencia gala.
Con una trama, al igual que en el comic, eminentemente iniciática y algo sujeta a las convenciones que esta contingencia requiere (la presentación de personajes), es curioso como en esta aventura Obélix tiene un papel prácticamente secundario (tanto en el film como en el cómic original), y se obvian otros personajes. El resto, como Aseranceturix el Bardo, o el jefe de la aldea Abraracurcix, están practicamente definidos, pero no definitivos (no lo estaban en el comic), que paulatinamente irán tomando su importancia en posteriores entregas.
Aventuras y humor se dan la mano sin dejar de resplandecer unos toques de épica, a pesar de las bromas y gangs visuales que han marcado época. Cierto es que se pierden, como ocurrirá con el resto de entregas cinematográficas animadas de las aventuras del dicharachero galo, ciertos guiños históricos y bromas de doble fondo críticas con determinados aspectos de la vida moderna y que enriquecen el conjunto final en sus páginas, con cameos de personalidades célebres del momento, siendo mucho más virtuosa su representación por el lápiz de Uderzo según avanza en los álbumes.
Una mención especial para la música, obra de Gérard Calvi, donde se incluye el tema de Astérix, aquel que aparece durante la presentación y que el propio personaje tararea en alguna ocasión durante el metraje, y que solo se volverá a repetir en la siguiente aventura de los galos, Astérix y Cleopatra. Amen de alguna canción más, es en la segunda aventura donde se lucirá más el compositor francés, ya que en el segundo titulo, destinado ya directamente para cine, hay más canciones y más elaboradas, emulando la tradición Disney de convertir sus cintas casi en musicales (y eso que el comic original fue una respuesta mordaz a la cursilería del creador de Mickey Mouse, según sus propios autores).
En el doblaje, nota curiosa es que en su versión inglesa, el shakesperiano actor Brian Blessed (vinculado al mundo romano desde su encarnación de Augusto en la serie Yo, Claudio), presta su voz al líder romano Caius Bonnus, ambicioso pretor romano que desea para sí la gloría de la poción mágica para su más desmedida pasión por Roma. En su versión en castellano, clásicos del doblaje patrio como son Miguel Ángel Valdivieso (voz habitual en las primeras obras de Woody Allen, o de Jerry Lewis y Mickey Rooney, o el difícilmente soportable robot Johnny 5 de Cortocircuito), Vicens Manuel Doménech o Joaquín Díaz (voz de Bilbo Bolsón en la reciente trilogía de El Señor de los Anillos).
Una película que a los niños absorberá y probablemente los incite a seguir sus aventuras en las viñetas (de las que disponen de más de 30 álbumes, y con visos de seguir aumentando a pesar de la longevidad de su dibujante, Uderzo, con 82 años, y la desaparición de su guionista original, Goscinny, en 1977), y que a los mayores no decepcionará, y menos a los que pertenecemos a esa generación que creció disfrutando de sus aventuras y que nos volvimos irreductibles, ahora y siempre, al invasor.

27 de agosto de 2008

Grizzly Man, pasión inconsciente en la naturaleza salvaje

Timothy Treadwell vivió por los osos pardos (grizzlys) de Alaska. No los estudiaba, ni analizaba, ni se dedicaba a elaborar sesudas conclusiones sobre su comportamiento o sus rutinas. Treadwell se limitaba a mirarlos, tratar de convivir entre ellos e interactuar en su propio medio, pero no como un ermitaño harto de la sociedad, sino más bien como un niño caprichoso e ingenuo. Timothy quería ser un oso, y acabó en el estómago de uno.
Werner Herzog, cineasta impredecible a sus 66 años, realiza un retrato entre respetuoso, frío, y sin embargo crítico, de Timothy Treadwell en la película documental Grizzly Man, basado en las grabaciones del propio Treadwell, entrevistas a personas de su entorno y las investigaciones personales de Herzog, narrador omnisciente durante todo el metraje, como si de una reflexión propia se tratase. Aún con la controversia de si realmente es un documental, o bien una ficción montada por el propio Herzog, lo cierto es que este elabora un mensaje que no cae en la banalidad ni en la complacencia del ensalzamiento al fallecido, si no mas bien un panegírico de la inconsciencia de un personaje al borde del retraso mental que ejemplifica la ceguera de la pasión desmedida en un mundo que no es el suyo, la hostilidad de la vida salvaje.
Y es que el director alemán utiliza la narración de Treadwell como reflexión de algo muy distinto a lo que pretendía el ecologista estadounidense, aún a través de sus propios monólogos frente a una solitaria cámara de video en medio de la montaña. La elección de los fragmentos de entre más de 100 horas de grabaciones, que Treadwell grababa con intención de mostrar al mundo su hazaña y supuestamente concienciar al mundo de la importancia de proteger a los osos grizzlys, no toma como base este mensaje, si bien no deja aparte las ambiciones documentalistas del protagonista ni los momentos naturales y grandiosos que por fuerza tuvo la oportunidad de registrar (como la impresionante pelea de dos osos y los restos de esta). Herzog es en ocasiones incluso cruel, mostrándonos los desvaríos de un inadaptado social, ingenuo hasta la infantilidad, sometido a la soledad de varios meses en medio de la montaña, solamente acompañado por los osos, los zorros y sus obsesiones deslucidas. La lucha del hombre contra un entorno hostil, la demostración patente de la separación de la vida salvaje y el mundo del hombre en una lucha constante, solo definida por la obsesión humana y la certeza de la victoria de la naturaleza, con la constante de la muerte como baliza de señales.
Herzog entrevista a ecologistas amigos del protagonista, desde una antigua novia que se considera su “viuda” (aún cuando solo mantuvieron una relación de tres años), una amiga íntima de confesado amor platónico que lo ensalza casi como un nuevo salvador, el piloto que lo acercaba a su zona de acampada (irónico aunque respetuoso desde la incomprensión plena del personaje), un guardia forestal contra los cuales Timothy se revelaba y atacaba verbalmente (que llega a decir que el tipo recibió su merecido), hasta el forense de teatral actuación (un tipo quizá demasiado esperpéntico, pero al fin y al cabo estadounidense), que describe con detalles como debió ser el ataque que sufrieron Treadwell y Annie, su novia o ayudante en ese momento, y acabó con la vida de ambos.
En una de las ironías del destino, este quiso que al final de su aventura, Timothy estuviera acompañado de Annie, una misteriosa novia que lo acompañó durante tres de sus expediciones, y que curiosamente no aparece en las grabaciones salvo para escabullirse o evitar aparecer en el plano. Tanto ella como él fueron finalmente víctimas de un ataque de un oso grizzly hambriento, que los devoró en su campamento mientras la cámara grababa con el objetivo tapado. Elementos como este, el personaje de Annie, o alguno de los testimonios, son los que hacen dudar de la veracidad de las imágenes en sí, aunque ello no le resta estabilidad al mensaje de Herzog.
Treadwell era un tipo de trayectoria errática a lo largo de su vida, desde estudiante mediocre con una beca deportiva a caer en el alcoholismo y al consumo de drogas mientras intentaba trabajar como actor. Con ingenuidad infantil e irritante, se consideraba un salvador de los osos que vivía en la montaña para protegerlos e integrarse como uno más, si bien carece del mínimo conocimiento biológico del medio y sus monólogos no son sino desvaríos de un turista desubicado que se deja llevar por el entusiasmo, verborrea llena de repeticiones nerviosas, un afecto desproporcionado a los animales y el entorno (no deja de repetir te amo, te amo a los osos y zorros), y una actitud que no podemos dejar de calificar sino como típicamente americana profunda (redneck), donde la ingenuidad y la estupidez caminan de la mano repletas de buenas intenciones. Bien es cierto que se dedicó a dar charlas gratuitas sobre la importancia de la conservación de los osos y su entorno en colegios sin cobrar ni un centavo, pero también infringió varias leyes federales y de parques protegidos al establecerse en enclaves tan cercanos a los osos y en reservas naturales de protección especial. Timothy vivía en su mundo, y quería que este fuera el mismo que el de los osos, a los que veía como seres supremos, sus salvadores (tal vez de su propio cerebro desvariado y herido por una sociedad que detestaba y de la que renegaba).
Herzog no se deja caer en la sensiblería ni valora al personaje, si bien dos momentos podrían dejar en entredicho la línea del documental, como es cuando la “viuda” de Treadwell escucha la cinta del ataque mortal del oso (que hábilmente el espectador no escucha, sino que solo vemos la cara de la mujer descompuesta, y al director consolándola), y cuando hacía el final, tres de los más allegados esparcen las cenizas de los restos de Treadwell en la zona donde frecuentaba acampar. El director manipula desde la frialdad y el aparente objetivismo, lo que hace que el documental trascienda los límites de la información y entre en los terrenos de la poesía visual adornada de los bellos paisajes de Alaska. Citando al propio director al final de la cinta, “en todas las caras de todos los osos que filmó Timothy no veo ningún rastro de entendimiento, ni piedad. Sólo veo la indiferencia abrumadora de la naturaleza. Para mí, no existe el mundo secreto de los osos. Y esta mirada en blanco muestra que sólo les interesa la comida. Pero para Timothy Treadwell, este oso era un amigo, un salvador”.

20 de agosto de 2008

Roma, la historia hecha espectáculo

A nadie se le escapa que actualmente el cine anda un poco de capa caída en cuanto a calidad intrínseca de sus productos, con una crisis de guionistas que importan ideas de todos los medios imaginables (comics, videojuegos, etc). Sin embargo, la televisión está viviendo una época dorada en lo que a producciones se refiere, tanto en series como en telefilms, con algunos ejemplos que no solo no tienen nada que envidiar a hermano mayor de celuloide, sino que en muchos casos le superan.
Series como Los Soprano o Héroes, son fenómenos que además de obtener adeptos a mansalva ofrecen calidad en un medio que tradicionalmente vivía del momento y el presente más inmediato. Ahora, como en muy contadas ocasiones en el pasado, perduran series como productos audiovisuales de una gran calidad y disfrutables más allá de su periodo de emisión. Uno de estos ejemplos es la serie Roma.
Roma es una coproducción entre dos gigantes de la televisión de ambos lado del charco, la estadounidense HBO (responsable de Los Soprano, The Wire, etc), y la inglesa BBC (sinónimo de producción mimada), es lo que es un feliz matrimonio entre medios e intenciones. Producida por John Millius (director de Conan el Barbaro y guionista de Apocalypse Now) y Bruno Heller, y rodada en los muy romanos estudios de Cinecittá, Roma nos da una de las visiones más fidedignas de los últimos tiempos de la República romana y los comienzos del Imperio, tiempos cruciales en la configuración histórica de nuestra entrañable y vieja Europa. Con un presupuesto de casi 100 millones de dólares por temporada, la serie consta de dos temporadas, una de 12 capítulos y la otra de 10, que abarcan desde el regreso de las Galias de Julio César, hasta el ascenso de Octavio Augusto como el primer emperador de Roma.
Sin escatimar en violencia (la mano de Millius es palpable en este aspecto) y escabrosidades varias, la serie es un retablo de miserias y ambiciones, donde la muerte, la lujuria y el honor son los cimientos de un imperio, no exento de épica.
Con una fidelidad encomiable, es un retrato crudo y sin concesiones de una época brutal y sin embargo fascinante, con una moralidad completamente distinta a la actual y unos personajes tan auténticos como bien dibujados. Es de agradecer que sus motivaciones y resultado de sus acciones no se ven condicionados por una visión simplista digna de nuestra época, lo que nos ofrece un verdadero fresco basado en diversas fuentes clásicas como Suetonio o el mismo César, digno y respetuoso con la historia a la par que generoso en espectáculo y emoción.
Julio César (Ciarán Hinds) vuelve a Roma después de su victoriosa campaña por las Galias, dispuesto a reclamar su posición de poder acompañados de sus fieles legiones, entre los que se hallan el centurión Lucio Voreno (Kevin McKidd) y el legionario Tito Pullo (Ray Stevenson), dos ejemplos de soldados romanos con visiones bien distintas de la vida. Con César va el general Marco Antonio (James Purefoy), su mano derecha, brutal y seductor a partes iguales, y pieza clave en el entramado político venidero.
En Roma les espera un receloso senado, liderado por la cabeza de los optimates (clase aristocrática) Cneo Pompeyo Magno (Kenneth Cranham), y los senadores Marco Tulio Cicerón (David Bamber), Porcio Catón (Karl Johnson) y Marco Junio Bruto (Tobias Menzies), recelosos por la posición poderosa de César y sus intenciones cuando llegue a Roma. Ningún movimiento político es ajeno a la ambiciosa y conspirante sobrina de César, Atia Julia (Polly Walter), madre de Octavio (Max Pirkis) y Octavia (Kerry Condon), amante ocasional de Marco Antonio y enemiga acérrima de Servilia (Lindsay Duncan), madre de Bruto y antiguo amor de César.
El catálogo de personajes no se queda aquí, ya que aún sin tratarse de una serie realmente coral, el número de secundarios es amplio y diverso, aportando una gran riqueza de caracteres y matices a esta visión de la sociedad de la antigua Roma.
El respaldo de la BBC garantiza una fidelidad histórica muy valorable para el aficionado a la historia (con algunas inevitables concesiones, escasas al menos), y que descubrirá como han sido plasmados con delicadeza y mimo por el rigor conceptual. No en vano son responsables de otra de las mejores series del medio televisivo, Yo Claudio, de la que esta Roma podría considerarse una especie de precuela, al contar acontecimientos justo anteriores a la producción inglesa más destacable en el campo histórico romano. Dejándose algunos detalles en el tintero e insinuando otros (la limitación de episodios de una hora de duración es ineludible), lo cierto es que casi todo lo que aparece en pantalla tiene un referente real y comprobable, con una continuidad argumental que aplaude en los dos factores básicos en este tipo de producciones históricas, por un lado el rigor a los hechos acaecidos y un respeto solemne por los personajes protagonistas de dichos acontecimientos, y un desarrollo argumental ágil y entretenido, ofreciendo un espectáculo como pocas veces hemos podido disfrutar, no ya solo en la televisión, sino incluso en el cine.
Su presupuesto es amplio y se ve en que se ha gastado, con una recreación de Roma como nunca antes se había visto, con un foro de la ciudad rico en detalles, unas calles estrechas y sucias en los barrios más humildes y un lujo desmesurado entre las casas más pudientes. Queda plasmado uno de los detalles más recientemente descubiertos del ambiente romano, y es su gusto por el barroquismo y el color en prácticamente todas las facetas de la arquitectura y la escultura de la época, abundando el color rojo, el dorado, en unos edificios ricos es policromía (lejos del habitual blanco marmóreo que teníamos en las retinas gracias a los peplums de los sesenta), y pequeños toques circunstanciales como las máscaras de cera de los antepasados en las casas nobles (manes del hogar), o los pequeños altares de las casas plebeyas más humildes a los dioses del hogar. No es esta la Roma de Quo Vadis. Esta es sucia, maloliente, rezumante de muerte y mugre escondidos entre el lujo y el despilfarro. Cercana a la percepción de Ridley Scott en Gladiator (de hecho, sería un hijo no confeso del responsable del resurgir del cine épico clásico protagonizado por Russell Crowe), aunque más rica en matices y con la ocasión de profundizar que brinda una plasmación serializada como es una serie de televisión. El uso de los grafittis callejeros es reflejo de los últimos descubrimientos arqueológicos, que han dejado patente el uso común de pintadas satíricas, groseras y políticas, como medio de comunicación inmediato e influyente.
Sus limitaciones del medio televisivo vienen sobretodo a la hora de recoger las grandes batallas o los espacios multitudinarios, al no tener la amplitud de medios del cine, pero bastante bien resueltos con planos cerrados que insinúan más que muestran, o inteligentes y oportunas elipsis donde vemos las consecuencias de la batalla y sus reflexiones. Así con todo, la celebración del triunfo de César en Roma es francamente espectacular, con la cabalgata de soldados, prisioneros y el propio César en una cuadriga de corceles blancos, con la cara roja consagrada en sangre (como tenemos testimonios que se realizaba en este tipo de procesiones triunfales), sobrio e inquietante en su demostración de poder (no en vano, los homenajeados en su triunfo eran considerados semi-dioses por un día), y la ejecución final de Vercingetórix, caudillo galo que luchó hasta el final en Alesia, en un momento tenso y ceremonial que retrata la grandeza y brutalidad del vencedor sobre el vencido.
En la segunda temporada, en la batalla de Filipos, es donde puede comprobarse un mayor esfuerzo al plasmar las batallas, con un mayor uso del ordenador en las multitudes y las estrategias de ataque de los dos ejércitos.
Obviando los personajes históricos, retratados con un trazo tan claro y matizado que se convierten en los nuevos iconos de determinadas personalidades, además de reconocibles para aquellos con un mínimo de cultura grecolatina, lo cierto es que hasta los personajes ficticios que sirven de hilo conductor de la trama y de identificación del espectador (en un recurso típico de la novela histórica, el personaje inventado que siempre está en el momento exacto de la historia para vivirla y hacer una lectura propia de su tiempo), tienen una base histórica destacable. En el caso de los dos protagonistas, Lucio Voreno y Tito Pullo, resultan ser los dos únicos soldados nombrados por César en sus crónicas de La Guerra de las Galias (con la diferencia de que en esta se trata de dos centuriones rivales, y aquí un centurión y un soldado amigos), con lo que sobre un sustrato histórico se crean unos personajes sólidos y víctimas de los acontecimientos de su época, sin caer en el oportunismo situacional y cimentando su propia personalidad en su época. Voreno como austero estricto y fiel centurión de familia media respetada, que triunfará incluso en el ámbito político a pesar de sus objeciones morales, y Pullo como el soldado noble y brutal, que sabe que su única ocupación es la guerra, pero que lucha por tener una vida normal a pesar de arrastrar la rémora del belicismo en su modo de ver la vida.
El casting es de los más afortunados, a pesar de algunas pequeñas concesiones interpretativas, salvables por la calidad del resultado final, como la ausente alopecia de Ciarán Hinds como César (esta era una de las máximas preocupaciones del vanidoso general), lo que no quita para que su César sea de los más dignos y creíbles dentro de su curriculum audiovisual, o un extraño acento en Catón (romano de familia muy romana y antigua, con lo que no habría justificación para su extraño acento germano).
La química entre Voreno (McKidd) y Pullo (Stevenson), la clásica pareja de compañeros dispares y sin embargo reflejo de una amistad inquebrantable y fiel a pesar de los altibajos, son la guía del espectador y pronto consiguen su propósito, que estos se encariñen con ellos en sus vivencias en el centro de la historia y sufras sus penas y errores, que no son pocos. Sus actuaciones resultan cruciales para los derroteros de determinados eventos históricos, aunque esta se se verá velada por los protagonistas “oficiales”, y camuflada como fruto del azar o el anonimato.
Roma no escatima en sangre, sudor y lágrimas, aderezado con toques de sexo que salpimientan el conjunto con la manida patina de escandaloso para el mojigato público estadounidense, pero que no hacen sino plasmar una realidad de dos mil años atrás, y crear una tensión narrativa rica en acontecimientos y desdichas de los protagonistas, a veces auténticas desgracias, pero tratadas con una poesía ambiental evocadora a la que ayuda la inspirada partitura de Jeff Beal, con ciertas reminiscencias al Hans Zimmer de Gladiator o Rey Arturo, pero que cumple y modela con estilo y dignidad, haciendo hincapié en la percusión, la guitarra y una flauta evocadora y dulce, muy acorde con los instrumentos propios de la época (incluyendo incluso alguna marcha militar), redondeando un conjunto que no olvidará fácilmente el espectador.
Lástima que debido al alto coste de la producción de la serie, los responsables decidieran darla por finalizada en la segunda temporada (de hecho, el proyecto inicial constaba de solo una temporada, y se continuo gracias a los buenos resultados de audiencia), ya que la continuación con los primeros años del imperio en esta visión desmitificadora y evocadora hubiera sido un espectáculo digno de ver.
Con todo, Roma puede estar orgullosa de ser una de las más destacadas producciones televisivas de todos los tiempos, rica en ambientación y narración, y reflejo riguroso de una época mítica y subyugante, básica y necesaria para su devenir posterior, de la historia humana.
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Para ver una de las mejores escenas, comentada, de la serie de Roma, en El Cybernáculo.

29 de mayo de 2008

Rebelión a bordo, el desconcertante destino de Brando

En las islas paradisíacas del Pacífico, un actor descomunal encontró un flechazo de su propio destino mientras su personaje caía presa de sus emociones puntuales, desprendiéndose su cáscara de superficialidad y hundiéndose en sacrificio ante sus antaño enterrados principios. Un orgullo empapado en la blanca espuma de un mar embravetado, y una circunstancia más grande que la vida.
Mutiny on the Bounty, aquí llamada Rebelión a bordo (no vaya a ser que no se sepa de que va), es la segunda versión de la novela de Charles Nordhoff y James Norman Hall, que ya conoció una primera encarnación en 1935 gracias a Frank Lloyd y con la ayuda de Charles Laughton y Clark Gable en glorioso blanco y negro. En esta ocasión, el artífice es Lewis Milestone (director de Sin novedad en el frente), que dirigió en 1962 a Marlon Brando y Trevor Howard en la que posiblemente es la versión más célebre de esta curiosa historia (habría una olvidable tercera versión en los ochenta con Mel Gibson y Anthony Hopkins), con el aliciente de estar rodada íntegramente en escenarios naturales, y en algunos casos en exactamente las mismas localizaciones donde tuvieron lugar los hechos que se relatan.
La importancia de este hecho histórico, como para ser llevado al celuloide en tres ocasiones, radica no solo en la fascinación que desprende la lucha de los oprimidos contra un poder fáctico abusivo e impune, un símbolo de la rebeldía en la búsqueda de la justicia y la libertad, que se une al romanticismo de tal lucha y la atracción de unos escenarios paradisíacos. Además, a partir de estos hechos se plantearon numerosos cambios en la legislación y reglamento marítimo, para evitar los abusos de autoridad, los castigos desmesurados y las contraproducentes imposiciones de disciplina con el látigo en la mano. Desde luego habían de cambiar mucho las cosas, y no fue todo un camino de rosas desde ese momento, pero fue la chispa que detonó el cambio en la Armada Real británica.
Nominada a siete Oscar, aunque no obtuvo ninguno, hace un relato realista de la dura vida en el mar, obviando la comicidad y alegría poco correctamente ubicada de otras producciones de aventuras marítimas, poniendo de manifiesto su crudeza y su sentido de la aventura nada glamuroso, siendo para el espectador toda una experiencia en los mares del sur en una fragata de tres palos.
En un principio narrada por el botánico de a bordo (viéndose esto más claro en un prólogo y un epílogo que se eliminaron del montaje final, y ahora podemos descubrir en su edición en DVD), la historia empieza en el puerto de Portsmouth en 1787, cuando la fragata británica Bounty esta reuniendo a su tripulación y se dispone a iniciar un viaje a Tahití para obtener un cargamento de Árbol del Pan, una planta que supone un alimento completo y barato para los trabajadores y esclavos de la corona. Su capitán, William Bligh (un duro y cínico Trevor Howard), tendrá la firme determinación de llevar a cabo la misión cueste lo que cueste, aunque eso suponga poner en la sartén toda su dureza y sadismo a la hora de hacer cumplir su propósito. Su primer oficial, Fletcher Christian (Marlon Brando), a priori un petimetre más preocupado de su vida social que de su carrera en la marina, deberá lidiar con el descontento en la nave hasta que no le quede más remedio que tomar cartas en el asunto. Después de una navegación descabellada, como intentar pasar el Cabo de Hornos en invierno, en la época de tormentas y con riesgos de perder a muchos hombres, para luego dirigirse bordeando África en una travesía larga y abrumada por el calor y la sed, llegarán a Tahití y allí deberán permanecer durante cinco meses debido al periodo de germinación de la planta, lo que permitirá a la castigada tripulación vivir una vida completamente nueva y diferente entre las indígenas desinhibidas y un paraje de ensueño. El fin de ese panorama y la dureza del viaje de vuelta a Inglaterra, con racionamiento de agua incluido para favorecer el regado de las plantas, será demasiado para los marineros y se amotinarán con la intención de volver a las islas y retirarse allí de la sacrificada vida en la mar. Pero eso no es fácil y está sumamente penado por la legislación naval, y cuando logren hacerse con el control del barco, no habrán hecho sino empezar sus problemas y desgracias.
Históricamente, Bligh y sus partidarios (18 hombres entre oficiales y marineros), fueron dejados en una lancha con las provisiones justas para que se dirigieran a Tofoa, el puerto aliado más cercano, pero desde el que tardarían casi dos años en llegar a Inglaterra. Sin embargo, Bligh puso a prueba sus dotes marinas dirigiéndose a Timor, a 4.000 millas de distancia, para llegar antes a Inglaterra y denunciar el motín ante el Almirantazgo, y en una hazaña de la navegación sin precedentes, llegaron a Timor en 41 días, perdiendo solo un hombre durante el camino.
Los amotinados debían esconderse de cualquier barco que vieran y no volver jamás a Inglaterra, ya que los amotinados eran condenados a muerte, así que volvieron a Tahití, donde embarcaron a numerosas mujeres y se escondieron en la isla de Pitcairn, mal cartografiada en los mapas oficiales de la marina inglesa, apartada de las rutas habituales, y por ello muy complicada de dar con ella. Allí, el destino funesto se hizo con el control de la situación y una vez allí la tragedia se cebó con los tripulantes del Bounty. Aunque algunos de ellos murieron, otros fueron rescatados por un barco americano en 1808 y fueron llevados ante el Almirantazgo inglés, donde fueron juzgados y condenados. Hoy día, descendientes de la unión de los marineros con las mujeres tahitianas viven aún en la propia isla de Pitcairn, e incluso los restos del célebre barco se pueden visitar, encallados en sus arrecifes.
Trevor Howard, como el capitán William Bligh, hace suyo un papel que ya antes había bordado Charles Laughton, con la sibilina maldad que este le había otorgado, y se le presentaba un importante reto en la nueva plasmación de este severo oficial, pero sin caer en la villanía barata sin matices. Ayudado de un maquillaje que acentúa sus rasgos (y que a veces cae sin querer en los caricaturesco), y una presencia física más imponente que su predecesor, Howard elabora un fresco del capitán de la Bounty estricto e intolerante, forjado a sí mismo, y no falto de cierto sadismo, aunque en muchas de las ocasiones puedas ver los motivos de sus actuaciones, aún sin compartir sus métodos. Sus medias sonrisas con sorna y una ironía que pone en relieve su superioridad acrecienta la sensación de antipatía del espectador, que no puede dejar de sentir incluso admiración en algunos momentos por este personaje, a pesar de sus maldades evidentes. Momentos como cuando uno de los oficiales le ruega que lo case con una indígena, y orgulloso le espeta irrespetuosamente y pisoteando la ternura de la petición, “saque a esa perra de mi barco”, hacen del Bligh de Howard todo un villano memorable.
Marlon Brando se ocupa de su antagonista, su primer oficial, un Fletcher Christian que proviene de una familia noble acomodada, cuya máxima preocupación reside en las apariencias sociales, y su permanencia en la armada es parte de su disfraz de cara a la galería, presumido, con una apariencia superficial y obediente para con su oficial, aunque condescendiente muchas veces con sus hombres. Es un buen oficial, que sabe donde están los límites de la disciplina y el castigo, aunque se vea obligado a acatar las órdenes de Bligh como subordinado. Finalmente, explotará y tomará el mando, adoptando una postura pesimista en cuanto a su situación, pero decidida y convencida de que es la única resolución honorable. Brando interpreta a la perfección a este personaje, con ese principio de desden coqueto e incluso insulso, y que evolucionará a lo largo de la cinta hasta sentirse profundamente comprometido con la situación de los hombres de la Bounty, si bien es cierto que su orgullo es el primer herido de esa batalla personal, y el motivo más inmediato por el que liderará la rebelión.
Curiosamente, la relación entre Howard y Brando no fue todo lo fluida que hubiera sido deseable, ya que el actor que interpreta al capitán Bligh consideraba al interprete americano como irreverente y poco profesional, y le achacaba una actitud de desdén en el rodaje, a pesar de que dicho reproche no parece notarse en el resultado final de la cinta y la actuación de Brando es inspirada la mayoría de las veces. Lo cierto es que Brando había conocido a Tarita, la que al poco se convirtió en su tercera esposa, con la que tuvo dos hijos, y empieza ahora su periplo para vivir en la zona (hasta que se acabará comprando una isla). Seguro que esta agria competencia durante la filmación de la cinta ayudó ese antagonismo tan logrado que se ve en la pantalla.
El casting se completa con un joven Richard Harris como el marinero Mills, el blanco de la disciplina de Bligh y primero en poner de manifiesto su descontento hacía el capitán. Su aspecto y actitud poco sofisticada y un tanto rural le van como anillo al dedo al papel. Demostrará al final su permeabilidad (tan humana como la de cualquier otro) al constatar que el odio solo recoge odio, y como todos aquellos que se vieron involucrados en los hechos acaecidos llevarán siempre el estigma del maltrato y la rabia de la impotencia ante la impunidad del mando mal entendido. Hugh Griffith es uno de los compañeros de Harris, quizá el que más sirve de ejemplo de la humanidad de la tripulación, de sus deseos al llegar a Tahití y encontrarse con un paraíso desconocido para ellos, de sus anhelos con respecto a las indígenas, y en su simpleza de pensamiento, su sentimiento de indefensión ante los abusos de Bligh. Como es habitual en él, el actor rubrica un personaje secundario y lo convierte en básico para entender las acciones del motín.
Otro personaje más, imprescindible para la consecución de la película, es el propio barco donde se desarrolla todo. Esta nueva versión del Bounty fue mandada construir por la propia Metro-Goldwyn-Mayer un par de años antes, siendo el primer barco construido expresamente para la producción de una película. La construcción se llevó a cabo en los astilleros Smith and Rhuland de Lunenburg, en Nueva Escocia (Canadá), donde no se hacía una fragata de tres palos desde 1870, casi cien años antes, y mediante métodos completamente artesanales y manuales. Había varias diferencias respecto al Bounty original, como la ampliación de la eslora hasta 118 pies (de los 85 originales), para poder rodar mejor (el barco fue el principal escenario de la acción de la película), así como la inclusión de un motor diesel para tener una movilidad garantizada en caso de no haber viento. Una vez flotado y bautizado con una botella de agua de Tahití, el barco se dirigió a esa isla, para la realización de la película. Posteriormente, el barco se ha utilizado para la Exposición Universal de San Diego en EE.UU. y exhibiciones, y actualmente sigue en uso como barco museo.
A pesar de las otras versiones de la historia realizadas, lo cierto es que esta es la más emblemática y célebre, rodada con un estilo sobrio pero con un marcado sentido del espectáculo (como era común en las producciones de Hollywood de la época), una partitura icónica de Bronislau Koper (con un tema principal fácilmente reconocible), y una fotografía sobria y clara de Robert Surtees, que en ocasiones roza el estilo documental.
Aventuras marítimas con trasfondo social, Rebelión a bordo es un viaje a la época en la que los sextantes, las fragatas y sus aparejos, y los marinos experimentados eran las guías de los destinos de los imperios, en la onda de la más reciente Master & Commander, o la también mítica El Hidalgo de los mares. Y además, con Brando en pantalla, todo luce más.

22 de mayo de 2008

Satanás, el gato negro de Karloff & Lugosi

Primer encuentro de dos iconos cara a cara, después de haberse encumbrado en el más mítico cine de terror con sendas criaturas del más arraigado imaginario fantástico. Bela Lugosi después de Drácula (1931), y Boris Karloff tras su Frankenstein (1931), juntos en el celuloide por primera vez, y ser conscientes ellos mismos de la mitología de tal encuentro. Aquí llamada Satanás, aunque su verdadero título sea The Black Cat (1934).
Un matrimonio en plena celebración de Luna de Miel (David Manners y Julie Bishop) se dirigen en tren por Centro Europa hacia Hungría, cuando por un error en la venta de billetes, se ven obligados a acoger en su cabina al enigmático Dr. Witus Werdegast (con la mirada penetrante de Bela Lugosi), que va a visitar a un viejo compañero de la guerra, Hjalmar Poelzig (un Boris Karloff más endemoniado que nunca). Cuando llegan a su destino y comparten un coche de caballos debido a una copiosa lluvia, un accidente les deja estancados en medio del camino. Por suerte, la mansión donde vive Poelzig esta cerca y podrán refugiarse allí de la tormenta. Pero cuando lleguen, descubrirán que las intenciones de Werdegast distan mucho de ser una simple visita de viejos amigos.
Basada en un relato de Edgar Allan Poe (en lo que sería la trinidad del terror de todos los tiempos, junto a Karloff y Lugosi), el guión de Peter Rauric consigue que hasta casi el final de la cinta no tengas del todo claro cual de los dos es el más diabólico, el verdadero villano de la cinta. Con dos protagonistas así, la elección no esta nada clara, y varios giros en el guión hacen jugar con la decisión del espectador hasta que la marcha imparable del mal pone a cada uno en su sitio. Es esta una de sus bazas más conseguidas, ya que realmente no se decide quien es héroe o villano (si es que hay tal distinción) hasta prácticamente la resolución de la trama.
Es posiblemente el ejemplo más claro de que el cine de terror de la Universal de estos años es el directo heredero del expresionismo alemán de la década anterior, y lo es por varios factores a comentar. Con una escenografía digna de la Bauhaus, de ambientes fríos y geométricos, la mansión de Poelzig, el personaje interpretado por Karloff, es todo un museo de los horrores alejado de la truculencia, pero inmerso en el desasosiego más infectado por el mal y lo demoníaco. Una arquitectura de líneas rectas, trucos de relieve falso o al menos creadores de un vértigo confuso que crea una atmósfera que casi nadie consideraría un hogar, si no es del mal en sí mismo. El uso de la iluminación, potenciando situaciones y rostros endemoniados, es casi un actor más que cumple con su papel de regar toda la tierra base del film en pesimismo y maldad palpable. Pero a la vez, juega con las emociones creadas al alternar ese expresionismo visual con una suavidad más propia incluso del melodrama, un poco edulcorada incluso, como el principio que no hace presagiar la presencia diabólica emergente, o ciertas escenas de día, como la determinante partida de ajedrez. En otras, los matices crean una estampa de caracteres pictóricos, como el atardecer que indica al personaje de Karloff la llegada de su momento crucial.
Las sombras juegan un papel determinante, y las diversas estancias van desde la frialdad hotelera de los dormitorios de invitados (con recurrente juego de puertas para confusión de encuentros, una señal más de la teatralidad de la propuesta), a la turbación onírica de los sótanos, con las mujeres suspendidas en sarcófagos transparentes como celestiales ángeles de la muerte, o al sala principal donde se llevan a cabo los ritos satánicos del morador de la casa de los horrores. Combina todo esto con un romanticismo latente, bizarramente entendido, pero cuyo resultado se desvela fascinador y subyugante para el espectador.
No es vano, Edgar G. Ulmer, su director, venía de Alemania, de haber trabajado en el Burg Theatre con Max Reinhardt, personalidad excepcional en la renovación del teatro moderno, de cuya escuela salieron gente como Max Shreck o F. W. Murnau. Precisamente con este último trabajó en la escenografía de El Último (Der letzte mann, 1924) y Fausto (Faust, 1926), en Alemania, y Amanecer (Sunrise, 1927) y Tabú (1929) cuando se trasladaron a EE.UU.
Su estilo se hace patente durante toda la cinta, con su estilo narrativo escueto, con pocos personajes y escenarios, una concepción lumínica personal y al servicio del dramatismo de la historia, a lo que hay que añadirle un presupuesto bastante exiguo, lo que le obligaba a potenciar sus virtudes con los más variados recursos e ingenio. Esta economía es más patente en el ritmo narrativo de la película, posiblemente su mayor handicap, al parecer a veces excesivamente teatral no por aspecto sino por concepción, con las escenas muy delimitadas y unos saltos más propios del cambio de escenario que de las innumerables posibilidades del cine en esa época. Aunque esto no provoca que la historia tenga fisuras, ya que ya sea por su sencillez o su ejecución, el hilo narrativo discurre sin problemas y con los recovecos antes comentados entre los dos maestros del mal.
El duelo narrativo está servido por las que por aquel entonces eran las dos estrellas más rutilantes del fantástico de la Universal, mil veces mitificadas por su supuesta rivalidad (inexistente en realidad), y del que Karloff sale victorioso al poseer más recursos que su compañero húngaro. Lugosi es perfecto para el papel, pero tiene sus limitaciones propias
patentes en esos dejes del cine mudo que deja ver cuando se pone enigmático (con esa dicción tan característica suya debido su escasa habilidad con el inglés), exagerando los gestos en ocasiones cuando no es del todo necesario en la escena, pero aún con todo, siendo parte del repertorio Lugosiano. Karloff efectivamente mantiene su hieratismo hasta el límite, acercándose peligrosamente a la frontera de la actuación de sempiterna cara de palo, pero con un matiz en el último momento que no hace sino dotar de más magnetismo aún a su actuación, con un maquillaje sutil pero efectivo que no hace mella en la lectura de sus gestos. Seriedad marcada en el reflejo satánico de su mirada, con unos toques de hipócrita acogida a sus invitados forzosos, que tan prácticos se revelarán a sus propósitos rituales.
La escena clave es aquella en la que los dos protagonistas juegan una partida de ajedrez que decidirá el destino de los personajes implicados, mientras estos se pasean alrededor ignorantes de su condición de peones en manos de los dos más grandes marionetistas de lo espeluznantes. Paradójicamente rodada exenta del resto del dramatismo vigente durante casi todo el metraje en la mansión, es sin embargo decisiva, aunque nosotros como espectadores adivinemos cual va a ser el fatal desenlace.
Juego de demonios, no sería la única colaboración de los dos reyes de los terrorífico, pero sí es un buen comienzo para un matrimonio extrañamente avenido, en la siempre entrañable y horrorosa familia del terror de la Universal.

14 de mayo de 2008

Iron Man, El nuevo empuje de hierro de la no menos férrea Marvel

Tomando al personaje creado en 1963 por Stan Lee y Jack Kirby (aunque luego escrito y dibujado por Larry Lieber, hermano de Stan Lee, y Don Heck, respectivamente), Iron Man es la nueva entrega en la carrera de adaptaciones de personajes de comic de la Marvel, con el aliciente del alto presupuesto. Tras unos años setenta, ochenta y noventa de adaptaciones nunca fuera de la serie B y de calidad más bien dudosa (incluyendo una versión de Los 4 Fantásticos de la mano de Roger Corman, renegando este de esta), la primera década del siglo XXI trajo a Spider-Man de la mano de Sam Raimi, entrando por el portal de los grandes presupuestos y las estrellas reconocidas, como gozaban desde hacía tiempo los personajes de la Distinguida Competencia (la editorial DC), como son Superman o Batman.
Menos conocido por el gran público que el Hombre Araña o Hulk, Iron Man cuenta la historia de Anthony Stark, un playboy y magnate de los negocios, que tras ser hecho prisionero por un comando militar durante la presentación de una venta de armas en Afganistán, aparentemente talibanes, es obligado a construir un misil ultra-avanzado, con la ayuda de un científico hindú. Pero durante la captura, Stark es herido y varios pedazos de metralla van directos a su corazón, pudiendo causarle la muerte pocas horas después. Con la ayuda del científico, se implanta una especie de electroimán ultra-potente en el pecho que detendrá dichos fragmentos de metralla, y que a la vez será un increíble mini-reactor, capaz de proporcionar una energía desmesurada. Lejos de obedecer a sus captores, Stark no construirá un misil, sino una armadura… el germen de lo que será Iron Man.
Actualizando el concepto del personaje (vendedor de armas en esta, ingeniero y científico en los comics originales) y de situación (ahora es la guerra de Afganistán, y entonces la guerra del Vietnam), pero manteniendo las constantes de su origen, Jon Favreau (que se reserva un pequeño papel como Happy Hoogan, chofer y guardaespaldas del protagonista) firma una de las mejores adaptaciones de la Marvel, cercana al espíritu de la reciente Batman Begins, de Chris Nolan, pero aderezada con estímulos de película de acción de los ochenta, y una ironía que le sienta muy bien al conjunto. La partitura de Ramin Djawadi es en parte culpable del toque ochentero, con unas guitarras eléctricas preponderantes que no desentonan en absoluto, con el toque final del tema del mismo título que la película, el clásico del rock Iron Man de Black Sabbath, declaración de intenciones e inspiración no confesa de la cinta en sí. La acción y la forma en que está rodada, sin muchos alardes pero efectiva y muy visual, es otro de los matices de un film en el que el director, a priori una elección un tanto tambaleante debido a las pocas y escasamente estimulantes ocasiones que se había colocado detrás de las cámaras, sabe estar a la altura y entregar un producto, no muy original ni vanguardista, pero si solvente y satisfactorio en prácticamente todos los terrenos que se le exige a una cinta de este tipo.
Evidentemente, los efectos especiales son apabullantes, y ver a Stark con la armadura de Iron Man volar o simplemente moverse, es toda una delicia, además de todo un goce para el aficionado al comic que tantas veces a recorrido las viñetas con sus pupilas deseosas. Los cambios propios para una versión en imagen real, en cuestión de articulaciones y estética de la armadura, tienen unos resultados simplemente geniales, creando la imagen más icónica del Hombre de Hierro, diseñada por el dibujante Adi Granov (en el relanzamiento de la serie del personaje, en la saga Extremis, junto al guionista Warren Ellis, ya apuntó su imagen allá por 2005, curiosamente buscando en esta el rostro de Tom Cruise, firme candidato para la película hace tres años). Los movimientos, la evolución de las armaduras, desde la primitiva construida durante su cautiverio hasta la final Mark III, y los entresijos de su funcionamiento, tienen un marcado carácter tecnológico, siendo una de las bazas del film la jerga informática y tecnológica de la que hace gala el personaje, todo un genio de la ingeniería, y que sustenta, ficticiamente, todo el entramado especulativo de la aventura.
Pero curiosamente, y como ocurría con el reseteo del Hombre Murciélago, esta es en realidad una película de personajes, al menos unos más desarrollados que otros. Robert Downey Jr parece haber nacido para ser Tony Stark, irónico y vividor cuando procede (las más veces y con redondo resultado), y héroe concienzudo tras su proceso de gestación interna. Los matices del personaje le permiten pasar del nihilismo cínico de su condición de playboy millonario al principio de la aventura, a una posición de arrepentimiento de todos sus negocios de venta de armas, y tomar cartas en el asunto con los guantes de hierro de su alter ego, con una furia barredora y arrasadora. Cierto que la típica moralina estadounidense hace mella en un planteamiento un poco pueril de redención al comprobar el resultado de sus armas, las que presuntamente vendía y construía pata mantener la paz, y que horrorizado empezará a destruir cuando sienta en sus carnes el resultado del más uso de ellas, o al menos el uso que no estaba planeado a priori. Pero también es cierto que se trata de un súper-héroe, y al menos en este caso, se perdonan estas convenciones precisamente por eso, por ser propias de la gestación del personaje y sus motivaciones para enfundarse las botas del vengador dorado (como será conocido también en los comics), y todo en sacrificio de la aventura pura y dura, cosa que en este caso, compensa. De todos modos, Downey Jr hace suyo al personaje, manteniendo la iconocidad y apariencia de este en los comics, haciendolo fácilmente reconocible para los lectores habituales, pero igualmente atractivo para los espectadores que lo descubrirán en esta cinta, alejado del torturado Bruce Wayne de Batman, por hacer un paralelismo entre superhéroes millonarios, pero igualmente firme en sus acciones, y de similar contundencia en sus alter ego justicieros.
El resto del elenco pasa a ser secundario, ya que el carácter protagónico de Anthony Stark está muy pronunciado, pero no por ello resultan menos interesantes. Terrence Howard encarna a Jim Rhodes, brillante militar amigo suyo, mano derecha y confidente de Stark, siempre fiel a pesar de sus críticas, y que en el futuro incluso vestirá una de las armaduras de Iron Man, con el sobrenombre de Máquina de Guerra (cosa que probablemente ocurra en futuras entregas de la ya casi segura franquicia). Convincente, tiene el lastre de un desarrollo eclipsado por el personaje principal, pero promete para el futuro. Algo parecido le ocurre a la secretaria personal de Anthony Stark, Pepper Potts, aquí con el rostro de Gywneth Paltrow, que aunque no queda mal en el papel de entregada asistente enamorada en secreto de su jefe, y “chica” oficial del héroe, lo cierto es que hay momentos en los que no parece saber muy bien que cara poner. Su atractivo es incuestionable, pero quizá se podía esperar más. Cierto que el personaje no es tampoco un lechado de matices, siendo en ocasiones bastante plano y previsible, pero es más porque se trata de un registro poco propio para la Paltrow, a pesar de hacer lo posible y no desentonar en demasía con el conjunto.
La cuestión del villano de turno es más peliaguda. Los talibanes del principio de la cinta (llamados los 10 anillos, por aquello de dotarlos de más enjundia) están muy definidos, demonizados como corresponde a la óptica yanqui, pero al fin y al cabo consecuentes con el contexto y su papel en la historia. El problema, o virtud, viene de la mano de Obadiah Stane, socio en los negocios de Stark desde que estos eran llevados por el padre del futuro Iron Man, con la presencia de un alopécico y barbudo Jeff Bridges. Uno de los mejores actores del panorama hollywoodense actual, que con solo aparecer en pantalla alumbra la película, pero que aquí no parece estar del todo en su medio. El personaje en sí no está mal dibujado, y no se trata del típico villano megalómano con ansias de dominar el mundo, sino de un despechado ejecutivo que siempre ha vivido a la sombra de los Stark y que no esta dispuesto a permitir los desvaríos del heredero vividor de la floreciente y prospera empresa fabricante de armas al por mayor. Su presencia es contundente, y su mirada diabólica cuando pierde el juicio es abrumadora, pero el desarrollo un tanto errático del personaje desluce un poco el resultado final del enfrentamiento de Némesis contra Némesis, apabullante pero un poco sin alma. Aunque podría haber sido mejor, el mayor de los Bridges se mantiene en su sitio y nos regala una nueva faceta de su carrera, la de villano, poderosa aunque como el diamante en bruto, falta de pulir.
Y no puede faltar, como es obligado en toda adaptación marvelita, la aparición de Stan Lee (al parecer, un poco recortada como afirma él mismo en una entrevista), al que en una curiosa escena Anthony Stark confunde con el otrora mítico Hugh Hefner, editor de la revista Playboy.
En conjunto, como ya decíamos se trata de una de las mejores adaptaciones de Marvel, más cerca de las dos primeras entregas de Spider-Man o X-Men que de las flojillas Ghost Rider o Los 4 fantásticos. Y es que en algo ha de notarse que se trata de la primera película Marvel producida íntegramente por Marvel Estudios, la división audiovisual de la editorial, sin el apoyo de un gran estudio (salvo para distribución), lo que le supone un control mayor de sus personajes, sin necesidad de hacer las concesiones impuestas por los grandes estudios. Esto permite por ejemplo una interacción mayor entre distintos personajes, como sucede en los comics, y la posibilidad de ver cameos o intervenciones de otros personajes, como parece que sucederá en la próxima El Increíble Hulk y la prometida aparición de Iron Man. Esto se adivina en el epílogo de la cinta que nos ocupa (recordar: no abandonar la sala hasta el fin de los títulos de crédito), donde se nos regala un bombón a los fans de los comics, con una premonición de lo que puede deparar el futuro, con el cameo de un intrigante Samuel L. Jackson. Si finalmente sucede lo que promete, ese día las pantallas explotarán ante la conjunción de varios super-tipos unidos en un mismo grupo vengador. Y ese día, los comiqueros nos derretiremos en las butacas.

7 de mayo de 2008

Antes del amanecer, Antes del atardecer. La sublimación del instante, y su recuerdo.

Un cruce de miradas en un viaje solitario. Es el instante perfecto en el que todas las posibilidades parecen bailar delante de los ojos, y todo parece decirse desde lo más profundo de las pupilas. Una sonrisa se dibuja tímidamente, y condensadamente, algo dentro vibra con la intensidad que solo la energía concentrada de un instante de deseo puede producir. Si el azar, la valentía, o el aire que sopla en ese momento, propician el inicio verbal, lo que va después forma parte del sueño, el momento mágico tan eterno en el corazón y sin embargo tan efímero en el reloj. Solo una noche, y toda una vida para recordarlo.
Antes del Amanecer es la plasmación de esa situación, idealizada, edulcorada tal vez, pero como todos los buenos sueños, no quieres que se acabe y salga el sol para iluminar la realidad, bañar de luz el despertar y las calles de Viena, la gente saliendo de sus casas para ir al trabajo o iniciar un día mas en su rutina, mientras tus ojos empiezan a cerrarse con la convicción de que cuando vuelvan a abrirse no serás la misma persona.
Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) viajan en el mismo tren, camino a Viena, él para tomar allí un avión de vuelta a Estados Unidos, ella para proseguir su regreso a casa en Paris. Una discusión de una pareja propicia que ella se cambie de sitio, y se coloque enfrente de él, mientras leen cansinamente, y ven volver a la pareja mal avenida que cruzan el vagón. Esto les da una excusa para cruzar las miradas, sonreírse en un gesto de perplejidad cómplice, y seguir leyendo. Pero el viaje ya ha cambiado de vías. Jesse comenta lo esperpénticos que resultan la pareja, y Celine le secunda. Y la conversación no ha hecho sino nacer.
En un momento de improvisación, él le propone acompañarle mientras espera toda la noche en Viena a su vuelo que saldrá por la mañana, y así charlar, conocerse… ligársela, al fin y al cabo. Y ella acepta.
Aquí empieza lo que nunca nos hemos atrevido, en un fluido nuevo viaje, esta vez al interior de sus corazones, anhelos, miedos y esas cosas que solo pueden comunicarse cuando dos dedos se rozan y no dejan pasar el aire entre ellos, diciendo todo lo que con la mirada se había insinuado. Una intimidad desnuda que solo el amor puede propiciar, aunque solo sea por un instante, una noche. Jesse da el primer paso, y aunque al principio quiere tomar el papel de ligoncete chulillo, cuando note que lo que siente no es solo un bulto en los pantalones, sino una conexión más intima, profunda, se desarmará y temblara ante el primer beso, cuando realmente ambos se dejen de roles y poses, y solo piensen en ellos, las calles iluminadas de Viena, una galería reducida pero variopinta de comparsas ocasionales, como la pareja teatrera y estrambótica, la pitonisa repentina o el poeta de los canales y su batido, que los acompañarán sin saberlo en la noche de sus vidas, para acabar mirándose en una fuente, con el agua manando como la vida fluye, y sus corazones conectados por las poderosas cuerdas de los ojos de sus almas.
Pero al salir el sol, la realidad alumbra sus cuerpos suspirantes con la severidad imparable del tiempo que pasa, y se impone el mundo real sobre el sueño. Él debe coger su vuelo, y ella ha de seguir su regreso a casa, y la separación se hace insoportable y sin embargo inevitable. Poco antes de que el tren arranque, deciden volver a verse en ese andén en seis meses. No se dan los teléfonos ni direcciones, mal aconsejados por su propia percepción reflejada en la pareja que discutía al principio de la cinta, con una visión del amor como algo efímero que se corrompe con el tiempo, y negándose la posibilidad de explorar su tiempo juntos. Su propia inexperiencia basada en la teoría cínica y decadente de finales de siglo XX de que nada dura para siempre les impide prolongar lo que sus suspiros les están pidiendo a gritos. Ellos mismos se cierran las puertas, y lo dejan todo en manos de un destino caprichoso y un azar de base muy débil. El tren arranca, el avión despega, y la noche anterior entra lentamente en el terreno de los sueños, mientras el futuro, cruel, juega sus cartas con la certeza insoldable del que las reparte. Mientras, antes de los títulos de crédito, Viena se queda sola, sus rincones compartidos permanecen solitarios e iluminados por un sol ya brillante y firmemente real. Todo vuelve a lo habitual, pero ellos ya están marcados.
Jesse es Ethan Hawke y Celine es Julie Delpy. Y no podía ser de otra manera, ya que no solo sostienen la película prácticamente ellos solos con su conversación, con una química que pocas veces se da en la pantalla. Él, en las postrimerías de su look generacional post Generación X y Reality Bites, haciendo ver que hay mucho más bajo esa apariencia desmañada y cínica. Y ella con la dulzura idealizada que podía esperarse de una joven parisina, pero igualmente bajada a la tierra, sin perder por ello ese halo mágico que desprende a lo largo de toda la cinta. Ellos dos no podían haber sido interpretados por otros, y lo saben, luciéndose entre ellos y para el espectador.
Richard Linklater firma aquí una de sus mejores películas, son brisas influenciantes de la Nouvelle Vague y una puesta en escena sobria, pero que confía, acertadamente, en la química entre los actores y el tercer personaje que los acoge, esa Viena mágica, iluminada y poseedora de rincones y lugares cálidos donde los dos amantes puedan vivir su noche, su única noche, con una fotografía preciosista pero sin caer en ñoñerias, en una ciudad en la que parece imposible no enamorarse.
No es por capricho que el director haya escogido un periplo europeo y una ciudad tan romántica como la ciudad bañada por el Danubio. Ese aire europeo que se respira que tan bien sienta a la historia es parte de la esencia de la película, que acompañado a la frescura de la mirada admiradora del americano, dota al conjunto de una experiencia ensoñadora casi mística, de exaltación del amor y su más pura concepción, sin rémoras de experiencias pasadas o perjuicios de cualquier tipo. Dos personas, sin conocerse, vivirán una noche inolvidable donde solo importarán ellos como personas, sus dos almas unidas en un abrazo efímero, pero con una huella para el futuro imborrable.

Y en ese futuro está la continuación. En Antes del atardecer, nueve años después, Linklater vuelve a reunir a Jesse y Celine, tras esa noche inolvidable y que ha marcado con fuego sus corazones, para darles una segunda oportunidad a dos almas hechas la una para la otra. Jesse está en París presentando su última novela, donde precisamente relata aquella noche casi diez años atrás, y al finalizar su charla en una pequeña librería, ve al fondo a Celine, a la que nunca ha olvidado, y se sonríen. Al salir, se saludan, con dos besos en la mejilla, y aún tímidos al principio, pues ha pasado mucho tiempo y cada uno tiene su vida más o menos estructurada, poco a poco vuelve a surgir la chispa de aquella noche en Viena, y esta segunda oportunidad hará tambalear la misma realidad que hace una década les hizo despertarse de una noche onírica, y que ahora se torna tan frágil y rompible precisamente por ese mismo sueño.
En la tradición de Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch, donde comprobamos el paso del tiempo en la historia de una pareja rodada con varios años de separación entre una parte y otra, y con los mismos actores trascendiendo la frontera de la actuación y la identificación con sus roles, Linklater rueda este segundo encuentro, también marcado por el azar, con París esta vez como ciudad-tercer personaje, pero con la pequeña amargura latente de la sensación de perdida de tiempo y de una juventud desperdiciada por un error de soberbia. Perdieron el contacto, no hubo tal reunión seis mese después de la noche en Viena, y ahora son dos adultos desencantados con sus propios sentimientos. Ella no puede mantener una relación más de un tiempo pequeño, y se refugia en un romance casi inexistente con un ausente fotógrafo de guerra, siendo presa de su propia cáscara de protección. Él esta casado y tiene un hijo, y aunque parece perfecto e ideal, su relación se basa más en la necesidad, en una devoción comprensible por su hijo, pero con una idea del amor rutinaria, desapasionada y gris. Ella es la más malparada, con su brújula vital perdida y desimantada, y él mantiene ese toque cínico, aunque esta vez con la patina de la amargura, con el éxito de su novela, si, pero esta no es más que el recuerdo de la noche vienesa, y acaso es más una autoterapia que una esperanza para el futuro. Ambos se encuentran justo en el último momento de redención, se topan con una segunda oportunidad que daban completamente por perdida, y aunque esta vez la realidad vuelve a ser el verdugo de una pasión interrumpida, la experiencia del tiempo perdido les dará una nueva perspectiva de la situación.
Solo tienen unas horas por delante, hasta que salga el avión de Jesse de regreso a Nueva York, e incluso este tiene un chofer pendiente de llevarlo a tiempo para seguir la gira de promoción de su libro, pero no desistirán en charlar y mirarse a lo más profundo de sus almas.
Ahora es una tarde en París, un París que incluso Celine redescubrirá, para acabar en su apartamento, mientras ella le canta una canción que compuso precisamente con la noche vienesa como tema. Cada uno ha exorcizado el momento como solo saben, un libro o una canción. Pero el tiempo pasa mientras ella baila al ritmo de Nina Simone, y la hora de facturar en el aeropuerto esta cada vez más cercana. Celine, bailando e imitando a la diva, le dice a Jesse. “Nene, vas a perder tu avión”. “Lo se”, responde él, mientras se ríe y la mira bailar, justo antes del fundido en negro y los títulos de crédito. Aquí no hay planos de París, no hay regreso a la realidad. Aquí ellos han cambiado la realidad, o al menos la puerta abierta en la imaginación del espectador permite fantasear con ello. Ya perdieron una oportunidad, no van a permitir otra vez perder su pasión, ahora no les importa la concepción del nada dura para siempre, simplemente se quieren y desean estar juntos. Esta vez el momento mágico no tiene porqué terminar.
La base sigue siendo los diálogos entre estos dos personajes, con un ritmo propio basado en sus reacciones y como se desnudan metafóricamente el uno al otro. Cada película no dura más de una hora y media, cosa lógica tratándose de diálogos entre dos personajes, escritos con solvencia, ternura y espontaneidad, y unos interpretes que los hacen suyos, en las que son posiblemente las mejores actuaciones de ambos, en las que a veces parecen estar simplemente viviendo delante de la cámara. Linklater filma sus dos obras más intimistas, donde a pesar de las influencias patentes de Un hombre y una mujer, o Breve encuentro, de David Lean, crea un conjunto propio que con el tiempo ha devenido en espejo generacional.
Una historia de amor sin artificios, fácilmente identificable con algún momento de nuestras azarosas vidas, y que nos permite soñar despiertos con lo que hemos tenido, o lo que hemos podido tener.