REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

29 de mayo de 2008

Rebelión a bordo, el desconcertante destino de Brando

En las islas paradisíacas del Pacífico, un actor descomunal encontró un flechazo de su propio destino mientras su personaje caía presa de sus emociones puntuales, desprendiéndose su cáscara de superficialidad y hundiéndose en sacrificio ante sus antaño enterrados principios. Un orgullo empapado en la blanca espuma de un mar embravetado, y una circunstancia más grande que la vida.
Mutiny on the Bounty, aquí llamada Rebelión a bordo (no vaya a ser que no se sepa de que va), es la segunda versión de la novela de Charles Nordhoff y James Norman Hall, que ya conoció una primera encarnación en 1935 gracias a Frank Lloyd y con la ayuda de Charles Laughton y Clark Gable en glorioso blanco y negro. En esta ocasión, el artífice es Lewis Milestone (director de Sin novedad en el frente), que dirigió en 1962 a Marlon Brando y Trevor Howard en la que posiblemente es la versión más célebre de esta curiosa historia (habría una olvidable tercera versión en los ochenta con Mel Gibson y Anthony Hopkins), con el aliciente de estar rodada íntegramente en escenarios naturales, y en algunos casos en exactamente las mismas localizaciones donde tuvieron lugar los hechos que se relatan.
La importancia de este hecho histórico, como para ser llevado al celuloide en tres ocasiones, radica no solo en la fascinación que desprende la lucha de los oprimidos contra un poder fáctico abusivo e impune, un símbolo de la rebeldía en la búsqueda de la justicia y la libertad, que se une al romanticismo de tal lucha y la atracción de unos escenarios paradisíacos. Además, a partir de estos hechos se plantearon numerosos cambios en la legislación y reglamento marítimo, para evitar los abusos de autoridad, los castigos desmesurados y las contraproducentes imposiciones de disciplina con el látigo en la mano. Desde luego habían de cambiar mucho las cosas, y no fue todo un camino de rosas desde ese momento, pero fue la chispa que detonó el cambio en la Armada Real británica.
Nominada a siete Oscar, aunque no obtuvo ninguno, hace un relato realista de la dura vida en el mar, obviando la comicidad y alegría poco correctamente ubicada de otras producciones de aventuras marítimas, poniendo de manifiesto su crudeza y su sentido de la aventura nada glamuroso, siendo para el espectador toda una experiencia en los mares del sur en una fragata de tres palos.
En un principio narrada por el botánico de a bordo (viéndose esto más claro en un prólogo y un epílogo que se eliminaron del montaje final, y ahora podemos descubrir en su edición en DVD), la historia empieza en el puerto de Portsmouth en 1787, cuando la fragata británica Bounty esta reuniendo a su tripulación y se dispone a iniciar un viaje a Tahití para obtener un cargamento de Árbol del Pan, una planta que supone un alimento completo y barato para los trabajadores y esclavos de la corona. Su capitán, William Bligh (un duro y cínico Trevor Howard), tendrá la firme determinación de llevar a cabo la misión cueste lo que cueste, aunque eso suponga poner en la sartén toda su dureza y sadismo a la hora de hacer cumplir su propósito. Su primer oficial, Fletcher Christian (Marlon Brando), a priori un petimetre más preocupado de su vida social que de su carrera en la marina, deberá lidiar con el descontento en la nave hasta que no le quede más remedio que tomar cartas en el asunto. Después de una navegación descabellada, como intentar pasar el Cabo de Hornos en invierno, en la época de tormentas y con riesgos de perder a muchos hombres, para luego dirigirse bordeando África en una travesía larga y abrumada por el calor y la sed, llegarán a Tahití y allí deberán permanecer durante cinco meses debido al periodo de germinación de la planta, lo que permitirá a la castigada tripulación vivir una vida completamente nueva y diferente entre las indígenas desinhibidas y un paraje de ensueño. El fin de ese panorama y la dureza del viaje de vuelta a Inglaterra, con racionamiento de agua incluido para favorecer el regado de las plantas, será demasiado para los marineros y se amotinarán con la intención de volver a las islas y retirarse allí de la sacrificada vida en la mar. Pero eso no es fácil y está sumamente penado por la legislación naval, y cuando logren hacerse con el control del barco, no habrán hecho sino empezar sus problemas y desgracias.
Históricamente, Bligh y sus partidarios (18 hombres entre oficiales y marineros), fueron dejados en una lancha con las provisiones justas para que se dirigieran a Tofoa, el puerto aliado más cercano, pero desde el que tardarían casi dos años en llegar a Inglaterra. Sin embargo, Bligh puso a prueba sus dotes marinas dirigiéndose a Timor, a 4.000 millas de distancia, para llegar antes a Inglaterra y denunciar el motín ante el Almirantazgo, y en una hazaña de la navegación sin precedentes, llegaron a Timor en 41 días, perdiendo solo un hombre durante el camino.
Los amotinados debían esconderse de cualquier barco que vieran y no volver jamás a Inglaterra, ya que los amotinados eran condenados a muerte, así que volvieron a Tahití, donde embarcaron a numerosas mujeres y se escondieron en la isla de Pitcairn, mal cartografiada en los mapas oficiales de la marina inglesa, apartada de las rutas habituales, y por ello muy complicada de dar con ella. Allí, el destino funesto se hizo con el control de la situación y una vez allí la tragedia se cebó con los tripulantes del Bounty. Aunque algunos de ellos murieron, otros fueron rescatados por un barco americano en 1808 y fueron llevados ante el Almirantazgo inglés, donde fueron juzgados y condenados. Hoy día, descendientes de la unión de los marineros con las mujeres tahitianas viven aún en la propia isla de Pitcairn, e incluso los restos del célebre barco se pueden visitar, encallados en sus arrecifes.
Trevor Howard, como el capitán William Bligh, hace suyo un papel que ya antes había bordado Charles Laughton, con la sibilina maldad que este le había otorgado, y se le presentaba un importante reto en la nueva plasmación de este severo oficial, pero sin caer en la villanía barata sin matices. Ayudado de un maquillaje que acentúa sus rasgos (y que a veces cae sin querer en los caricaturesco), y una presencia física más imponente que su predecesor, Howard elabora un fresco del capitán de la Bounty estricto e intolerante, forjado a sí mismo, y no falto de cierto sadismo, aunque en muchas de las ocasiones puedas ver los motivos de sus actuaciones, aún sin compartir sus métodos. Sus medias sonrisas con sorna y una ironía que pone en relieve su superioridad acrecienta la sensación de antipatía del espectador, que no puede dejar de sentir incluso admiración en algunos momentos por este personaje, a pesar de sus maldades evidentes. Momentos como cuando uno de los oficiales le ruega que lo case con una indígena, y orgulloso le espeta irrespetuosamente y pisoteando la ternura de la petición, “saque a esa perra de mi barco”, hacen del Bligh de Howard todo un villano memorable.
Marlon Brando se ocupa de su antagonista, su primer oficial, un Fletcher Christian que proviene de una familia noble acomodada, cuya máxima preocupación reside en las apariencias sociales, y su permanencia en la armada es parte de su disfraz de cara a la galería, presumido, con una apariencia superficial y obediente para con su oficial, aunque condescendiente muchas veces con sus hombres. Es un buen oficial, que sabe donde están los límites de la disciplina y el castigo, aunque se vea obligado a acatar las órdenes de Bligh como subordinado. Finalmente, explotará y tomará el mando, adoptando una postura pesimista en cuanto a su situación, pero decidida y convencida de que es la única resolución honorable. Brando interpreta a la perfección a este personaje, con ese principio de desden coqueto e incluso insulso, y que evolucionará a lo largo de la cinta hasta sentirse profundamente comprometido con la situación de los hombres de la Bounty, si bien es cierto que su orgullo es el primer herido de esa batalla personal, y el motivo más inmediato por el que liderará la rebelión.
Curiosamente, la relación entre Howard y Brando no fue todo lo fluida que hubiera sido deseable, ya que el actor que interpreta al capitán Bligh consideraba al interprete americano como irreverente y poco profesional, y le achacaba una actitud de desdén en el rodaje, a pesar de que dicho reproche no parece notarse en el resultado final de la cinta y la actuación de Brando es inspirada la mayoría de las veces. Lo cierto es que Brando había conocido a Tarita, la que al poco se convirtió en su tercera esposa, con la que tuvo dos hijos, y empieza ahora su periplo para vivir en la zona (hasta que se acabará comprando una isla). Seguro que esta agria competencia durante la filmación de la cinta ayudó ese antagonismo tan logrado que se ve en la pantalla.
El casting se completa con un joven Richard Harris como el marinero Mills, el blanco de la disciplina de Bligh y primero en poner de manifiesto su descontento hacía el capitán. Su aspecto y actitud poco sofisticada y un tanto rural le van como anillo al dedo al papel. Demostrará al final su permeabilidad (tan humana como la de cualquier otro) al constatar que el odio solo recoge odio, y como todos aquellos que se vieron involucrados en los hechos acaecidos llevarán siempre el estigma del maltrato y la rabia de la impotencia ante la impunidad del mando mal entendido. Hugh Griffith es uno de los compañeros de Harris, quizá el que más sirve de ejemplo de la humanidad de la tripulación, de sus deseos al llegar a Tahití y encontrarse con un paraíso desconocido para ellos, de sus anhelos con respecto a las indígenas, y en su simpleza de pensamiento, su sentimiento de indefensión ante los abusos de Bligh. Como es habitual en él, el actor rubrica un personaje secundario y lo convierte en básico para entender las acciones del motín.
Otro personaje más, imprescindible para la consecución de la película, es el propio barco donde se desarrolla todo. Esta nueva versión del Bounty fue mandada construir por la propia Metro-Goldwyn-Mayer un par de años antes, siendo el primer barco construido expresamente para la producción de una película. La construcción se llevó a cabo en los astilleros Smith and Rhuland de Lunenburg, en Nueva Escocia (Canadá), donde no se hacía una fragata de tres palos desde 1870, casi cien años antes, y mediante métodos completamente artesanales y manuales. Había varias diferencias respecto al Bounty original, como la ampliación de la eslora hasta 118 pies (de los 85 originales), para poder rodar mejor (el barco fue el principal escenario de la acción de la película), así como la inclusión de un motor diesel para tener una movilidad garantizada en caso de no haber viento. Una vez flotado y bautizado con una botella de agua de Tahití, el barco se dirigió a esa isla, para la realización de la película. Posteriormente, el barco se ha utilizado para la Exposición Universal de San Diego en EE.UU. y exhibiciones, y actualmente sigue en uso como barco museo.
A pesar de las otras versiones de la historia realizadas, lo cierto es que esta es la más emblemática y célebre, rodada con un estilo sobrio pero con un marcado sentido del espectáculo (como era común en las producciones de Hollywood de la época), una partitura icónica de Bronislau Koper (con un tema principal fácilmente reconocible), y una fotografía sobria y clara de Robert Surtees, que en ocasiones roza el estilo documental.
Aventuras marítimas con trasfondo social, Rebelión a bordo es un viaje a la época en la que los sextantes, las fragatas y sus aparejos, y los marinos experimentados eran las guías de los destinos de los imperios, en la onda de la más reciente Master & Commander, o la también mítica El Hidalgo de los mares. Y además, con Brando en pantalla, todo luce más.

22 de mayo de 2008

Satanás, el gato negro de Karloff & Lugosi

Primer encuentro de dos iconos cara a cara, después de haberse encumbrado en el más mítico cine de terror con sendas criaturas del más arraigado imaginario fantástico. Bela Lugosi después de Drácula (1931), y Boris Karloff tras su Frankenstein (1931), juntos en el celuloide por primera vez, y ser conscientes ellos mismos de la mitología de tal encuentro. Aquí llamada Satanás, aunque su verdadero título sea The Black Cat (1934).
Un matrimonio en plena celebración de Luna de Miel (David Manners y Julie Bishop) se dirigen en tren por Centro Europa hacia Hungría, cuando por un error en la venta de billetes, se ven obligados a acoger en su cabina al enigmático Dr. Witus Werdegast (con la mirada penetrante de Bela Lugosi), que va a visitar a un viejo compañero de la guerra, Hjalmar Poelzig (un Boris Karloff más endemoniado que nunca). Cuando llegan a su destino y comparten un coche de caballos debido a una copiosa lluvia, un accidente les deja estancados en medio del camino. Por suerte, la mansión donde vive Poelzig esta cerca y podrán refugiarse allí de la tormenta. Pero cuando lleguen, descubrirán que las intenciones de Werdegast distan mucho de ser una simple visita de viejos amigos.
Basada en un relato de Edgar Allan Poe (en lo que sería la trinidad del terror de todos los tiempos, junto a Karloff y Lugosi), el guión de Peter Rauric consigue que hasta casi el final de la cinta no tengas del todo claro cual de los dos es el más diabólico, el verdadero villano de la cinta. Con dos protagonistas así, la elección no esta nada clara, y varios giros en el guión hacen jugar con la decisión del espectador hasta que la marcha imparable del mal pone a cada uno en su sitio. Es esta una de sus bazas más conseguidas, ya que realmente no se decide quien es héroe o villano (si es que hay tal distinción) hasta prácticamente la resolución de la trama.
Es posiblemente el ejemplo más claro de que el cine de terror de la Universal de estos años es el directo heredero del expresionismo alemán de la década anterior, y lo es por varios factores a comentar. Con una escenografía digna de la Bauhaus, de ambientes fríos y geométricos, la mansión de Poelzig, el personaje interpretado por Karloff, es todo un museo de los horrores alejado de la truculencia, pero inmerso en el desasosiego más infectado por el mal y lo demoníaco. Una arquitectura de líneas rectas, trucos de relieve falso o al menos creadores de un vértigo confuso que crea una atmósfera que casi nadie consideraría un hogar, si no es del mal en sí mismo. El uso de la iluminación, potenciando situaciones y rostros endemoniados, es casi un actor más que cumple con su papel de regar toda la tierra base del film en pesimismo y maldad palpable. Pero a la vez, juega con las emociones creadas al alternar ese expresionismo visual con una suavidad más propia incluso del melodrama, un poco edulcorada incluso, como el principio que no hace presagiar la presencia diabólica emergente, o ciertas escenas de día, como la determinante partida de ajedrez. En otras, los matices crean una estampa de caracteres pictóricos, como el atardecer que indica al personaje de Karloff la llegada de su momento crucial.
Las sombras juegan un papel determinante, y las diversas estancias van desde la frialdad hotelera de los dormitorios de invitados (con recurrente juego de puertas para confusión de encuentros, una señal más de la teatralidad de la propuesta), a la turbación onírica de los sótanos, con las mujeres suspendidas en sarcófagos transparentes como celestiales ángeles de la muerte, o al sala principal donde se llevan a cabo los ritos satánicos del morador de la casa de los horrores. Combina todo esto con un romanticismo latente, bizarramente entendido, pero cuyo resultado se desvela fascinador y subyugante para el espectador.
No es vano, Edgar G. Ulmer, su director, venía de Alemania, de haber trabajado en el Burg Theatre con Max Reinhardt, personalidad excepcional en la renovación del teatro moderno, de cuya escuela salieron gente como Max Shreck o F. W. Murnau. Precisamente con este último trabajó en la escenografía de El Último (Der letzte mann, 1924) y Fausto (Faust, 1926), en Alemania, y Amanecer (Sunrise, 1927) y Tabú (1929) cuando se trasladaron a EE.UU.
Su estilo se hace patente durante toda la cinta, con su estilo narrativo escueto, con pocos personajes y escenarios, una concepción lumínica personal y al servicio del dramatismo de la historia, a lo que hay que añadirle un presupuesto bastante exiguo, lo que le obligaba a potenciar sus virtudes con los más variados recursos e ingenio. Esta economía es más patente en el ritmo narrativo de la película, posiblemente su mayor handicap, al parecer a veces excesivamente teatral no por aspecto sino por concepción, con las escenas muy delimitadas y unos saltos más propios del cambio de escenario que de las innumerables posibilidades del cine en esa época. Aunque esto no provoca que la historia tenga fisuras, ya que ya sea por su sencillez o su ejecución, el hilo narrativo discurre sin problemas y con los recovecos antes comentados entre los dos maestros del mal.
El duelo narrativo está servido por las que por aquel entonces eran las dos estrellas más rutilantes del fantástico de la Universal, mil veces mitificadas por su supuesta rivalidad (inexistente en realidad), y del que Karloff sale victorioso al poseer más recursos que su compañero húngaro. Lugosi es perfecto para el papel, pero tiene sus limitaciones propias
patentes en esos dejes del cine mudo que deja ver cuando se pone enigmático (con esa dicción tan característica suya debido su escasa habilidad con el inglés), exagerando los gestos en ocasiones cuando no es del todo necesario en la escena, pero aún con todo, siendo parte del repertorio Lugosiano. Karloff efectivamente mantiene su hieratismo hasta el límite, acercándose peligrosamente a la frontera de la actuación de sempiterna cara de palo, pero con un matiz en el último momento que no hace sino dotar de más magnetismo aún a su actuación, con un maquillaje sutil pero efectivo que no hace mella en la lectura de sus gestos. Seriedad marcada en el reflejo satánico de su mirada, con unos toques de hipócrita acogida a sus invitados forzosos, que tan prácticos se revelarán a sus propósitos rituales.
La escena clave es aquella en la que los dos protagonistas juegan una partida de ajedrez que decidirá el destino de los personajes implicados, mientras estos se pasean alrededor ignorantes de su condición de peones en manos de los dos más grandes marionetistas de lo espeluznantes. Paradójicamente rodada exenta del resto del dramatismo vigente durante casi todo el metraje en la mansión, es sin embargo decisiva, aunque nosotros como espectadores adivinemos cual va a ser el fatal desenlace.
Juego de demonios, no sería la única colaboración de los dos reyes de los terrorífico, pero sí es un buen comienzo para un matrimonio extrañamente avenido, en la siempre entrañable y horrorosa familia del terror de la Universal.

14 de mayo de 2008

Iron Man, El nuevo empuje de hierro de la no menos férrea Marvel

Tomando al personaje creado en 1963 por Stan Lee y Jack Kirby (aunque luego escrito y dibujado por Larry Lieber, hermano de Stan Lee, y Don Heck, respectivamente), Iron Man es la nueva entrega en la carrera de adaptaciones de personajes de comic de la Marvel, con el aliciente del alto presupuesto. Tras unos años setenta, ochenta y noventa de adaptaciones nunca fuera de la serie B y de calidad más bien dudosa (incluyendo una versión de Los 4 Fantásticos de la mano de Roger Corman, renegando este de esta), la primera década del siglo XXI trajo a Spider-Man de la mano de Sam Raimi, entrando por el portal de los grandes presupuestos y las estrellas reconocidas, como gozaban desde hacía tiempo los personajes de la Distinguida Competencia (la editorial DC), como son Superman o Batman.
Menos conocido por el gran público que el Hombre Araña o Hulk, Iron Man cuenta la historia de Anthony Stark, un playboy y magnate de los negocios, que tras ser hecho prisionero por un comando militar durante la presentación de una venta de armas en Afganistán, aparentemente talibanes, es obligado a construir un misil ultra-avanzado, con la ayuda de un científico hindú. Pero durante la captura, Stark es herido y varios pedazos de metralla van directos a su corazón, pudiendo causarle la muerte pocas horas después. Con la ayuda del científico, se implanta una especie de electroimán ultra-potente en el pecho que detendrá dichos fragmentos de metralla, y que a la vez será un increíble mini-reactor, capaz de proporcionar una energía desmesurada. Lejos de obedecer a sus captores, Stark no construirá un misil, sino una armadura… el germen de lo que será Iron Man.
Actualizando el concepto del personaje (vendedor de armas en esta, ingeniero y científico en los comics originales) y de situación (ahora es la guerra de Afganistán, y entonces la guerra del Vietnam), pero manteniendo las constantes de su origen, Jon Favreau (que se reserva un pequeño papel como Happy Hoogan, chofer y guardaespaldas del protagonista) firma una de las mejores adaptaciones de la Marvel, cercana al espíritu de la reciente Batman Begins, de Chris Nolan, pero aderezada con estímulos de película de acción de los ochenta, y una ironía que le sienta muy bien al conjunto. La partitura de Ramin Djawadi es en parte culpable del toque ochentero, con unas guitarras eléctricas preponderantes que no desentonan en absoluto, con el toque final del tema del mismo título que la película, el clásico del rock Iron Man de Black Sabbath, declaración de intenciones e inspiración no confesa de la cinta en sí. La acción y la forma en que está rodada, sin muchos alardes pero efectiva y muy visual, es otro de los matices de un film en el que el director, a priori una elección un tanto tambaleante debido a las pocas y escasamente estimulantes ocasiones que se había colocado detrás de las cámaras, sabe estar a la altura y entregar un producto, no muy original ni vanguardista, pero si solvente y satisfactorio en prácticamente todos los terrenos que se le exige a una cinta de este tipo.
Evidentemente, los efectos especiales son apabullantes, y ver a Stark con la armadura de Iron Man volar o simplemente moverse, es toda una delicia, además de todo un goce para el aficionado al comic que tantas veces a recorrido las viñetas con sus pupilas deseosas. Los cambios propios para una versión en imagen real, en cuestión de articulaciones y estética de la armadura, tienen unos resultados simplemente geniales, creando la imagen más icónica del Hombre de Hierro, diseñada por el dibujante Adi Granov (en el relanzamiento de la serie del personaje, en la saga Extremis, junto al guionista Warren Ellis, ya apuntó su imagen allá por 2005, curiosamente buscando en esta el rostro de Tom Cruise, firme candidato para la película hace tres años). Los movimientos, la evolución de las armaduras, desde la primitiva construida durante su cautiverio hasta la final Mark III, y los entresijos de su funcionamiento, tienen un marcado carácter tecnológico, siendo una de las bazas del film la jerga informática y tecnológica de la que hace gala el personaje, todo un genio de la ingeniería, y que sustenta, ficticiamente, todo el entramado especulativo de la aventura.
Pero curiosamente, y como ocurría con el reseteo del Hombre Murciélago, esta es en realidad una película de personajes, al menos unos más desarrollados que otros. Robert Downey Jr parece haber nacido para ser Tony Stark, irónico y vividor cuando procede (las más veces y con redondo resultado), y héroe concienzudo tras su proceso de gestación interna. Los matices del personaje le permiten pasar del nihilismo cínico de su condición de playboy millonario al principio de la aventura, a una posición de arrepentimiento de todos sus negocios de venta de armas, y tomar cartas en el asunto con los guantes de hierro de su alter ego, con una furia barredora y arrasadora. Cierto que la típica moralina estadounidense hace mella en un planteamiento un poco pueril de redención al comprobar el resultado de sus armas, las que presuntamente vendía y construía pata mantener la paz, y que horrorizado empezará a destruir cuando sienta en sus carnes el resultado del más uso de ellas, o al menos el uso que no estaba planeado a priori. Pero también es cierto que se trata de un súper-héroe, y al menos en este caso, se perdonan estas convenciones precisamente por eso, por ser propias de la gestación del personaje y sus motivaciones para enfundarse las botas del vengador dorado (como será conocido también en los comics), y todo en sacrificio de la aventura pura y dura, cosa que en este caso, compensa. De todos modos, Downey Jr hace suyo al personaje, manteniendo la iconocidad y apariencia de este en los comics, haciendolo fácilmente reconocible para los lectores habituales, pero igualmente atractivo para los espectadores que lo descubrirán en esta cinta, alejado del torturado Bruce Wayne de Batman, por hacer un paralelismo entre superhéroes millonarios, pero igualmente firme en sus acciones, y de similar contundencia en sus alter ego justicieros.
El resto del elenco pasa a ser secundario, ya que el carácter protagónico de Anthony Stark está muy pronunciado, pero no por ello resultan menos interesantes. Terrence Howard encarna a Jim Rhodes, brillante militar amigo suyo, mano derecha y confidente de Stark, siempre fiel a pesar de sus críticas, y que en el futuro incluso vestirá una de las armaduras de Iron Man, con el sobrenombre de Máquina de Guerra (cosa que probablemente ocurra en futuras entregas de la ya casi segura franquicia). Convincente, tiene el lastre de un desarrollo eclipsado por el personaje principal, pero promete para el futuro. Algo parecido le ocurre a la secretaria personal de Anthony Stark, Pepper Potts, aquí con el rostro de Gywneth Paltrow, que aunque no queda mal en el papel de entregada asistente enamorada en secreto de su jefe, y “chica” oficial del héroe, lo cierto es que hay momentos en los que no parece saber muy bien que cara poner. Su atractivo es incuestionable, pero quizá se podía esperar más. Cierto que el personaje no es tampoco un lechado de matices, siendo en ocasiones bastante plano y previsible, pero es más porque se trata de un registro poco propio para la Paltrow, a pesar de hacer lo posible y no desentonar en demasía con el conjunto.
La cuestión del villano de turno es más peliaguda. Los talibanes del principio de la cinta (llamados los 10 anillos, por aquello de dotarlos de más enjundia) están muy definidos, demonizados como corresponde a la óptica yanqui, pero al fin y al cabo consecuentes con el contexto y su papel en la historia. El problema, o virtud, viene de la mano de Obadiah Stane, socio en los negocios de Stark desde que estos eran llevados por el padre del futuro Iron Man, con la presencia de un alopécico y barbudo Jeff Bridges. Uno de los mejores actores del panorama hollywoodense actual, que con solo aparecer en pantalla alumbra la película, pero que aquí no parece estar del todo en su medio. El personaje en sí no está mal dibujado, y no se trata del típico villano megalómano con ansias de dominar el mundo, sino de un despechado ejecutivo que siempre ha vivido a la sombra de los Stark y que no esta dispuesto a permitir los desvaríos del heredero vividor de la floreciente y prospera empresa fabricante de armas al por mayor. Su presencia es contundente, y su mirada diabólica cuando pierde el juicio es abrumadora, pero el desarrollo un tanto errático del personaje desluce un poco el resultado final del enfrentamiento de Némesis contra Némesis, apabullante pero un poco sin alma. Aunque podría haber sido mejor, el mayor de los Bridges se mantiene en su sitio y nos regala una nueva faceta de su carrera, la de villano, poderosa aunque como el diamante en bruto, falta de pulir.
Y no puede faltar, como es obligado en toda adaptación marvelita, la aparición de Stan Lee (al parecer, un poco recortada como afirma él mismo en una entrevista), al que en una curiosa escena Anthony Stark confunde con el otrora mítico Hugh Hefner, editor de la revista Playboy.
En conjunto, como ya decíamos se trata de una de las mejores adaptaciones de Marvel, más cerca de las dos primeras entregas de Spider-Man o X-Men que de las flojillas Ghost Rider o Los 4 fantásticos. Y es que en algo ha de notarse que se trata de la primera película Marvel producida íntegramente por Marvel Estudios, la división audiovisual de la editorial, sin el apoyo de un gran estudio (salvo para distribución), lo que le supone un control mayor de sus personajes, sin necesidad de hacer las concesiones impuestas por los grandes estudios. Esto permite por ejemplo una interacción mayor entre distintos personajes, como sucede en los comics, y la posibilidad de ver cameos o intervenciones de otros personajes, como parece que sucederá en la próxima El Increíble Hulk y la prometida aparición de Iron Man. Esto se adivina en el epílogo de la cinta que nos ocupa (recordar: no abandonar la sala hasta el fin de los títulos de crédito), donde se nos regala un bombón a los fans de los comics, con una premonición de lo que puede deparar el futuro, con el cameo de un intrigante Samuel L. Jackson. Si finalmente sucede lo que promete, ese día las pantallas explotarán ante la conjunción de varios super-tipos unidos en un mismo grupo vengador. Y ese día, los comiqueros nos derretiremos en las butacas.

7 de mayo de 2008

Antes del amanecer, Antes del atardecer. La sublimación del instante, y su recuerdo.

Un cruce de miradas en un viaje solitario. Es el instante perfecto en el que todas las posibilidades parecen bailar delante de los ojos, y todo parece decirse desde lo más profundo de las pupilas. Una sonrisa se dibuja tímidamente, y condensadamente, algo dentro vibra con la intensidad que solo la energía concentrada de un instante de deseo puede producir. Si el azar, la valentía, o el aire que sopla en ese momento, propician el inicio verbal, lo que va después forma parte del sueño, el momento mágico tan eterno en el corazón y sin embargo tan efímero en el reloj. Solo una noche, y toda una vida para recordarlo.
Antes del Amanecer es la plasmación de esa situación, idealizada, edulcorada tal vez, pero como todos los buenos sueños, no quieres que se acabe y salga el sol para iluminar la realidad, bañar de luz el despertar y las calles de Viena, la gente saliendo de sus casas para ir al trabajo o iniciar un día mas en su rutina, mientras tus ojos empiezan a cerrarse con la convicción de que cuando vuelvan a abrirse no serás la misma persona.
Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) viajan en el mismo tren, camino a Viena, él para tomar allí un avión de vuelta a Estados Unidos, ella para proseguir su regreso a casa en Paris. Una discusión de una pareja propicia que ella se cambie de sitio, y se coloque enfrente de él, mientras leen cansinamente, y ven volver a la pareja mal avenida que cruzan el vagón. Esto les da una excusa para cruzar las miradas, sonreírse en un gesto de perplejidad cómplice, y seguir leyendo. Pero el viaje ya ha cambiado de vías. Jesse comenta lo esperpénticos que resultan la pareja, y Celine le secunda. Y la conversación no ha hecho sino nacer.
En un momento de improvisación, él le propone acompañarle mientras espera toda la noche en Viena a su vuelo que saldrá por la mañana, y así charlar, conocerse… ligársela, al fin y al cabo. Y ella acepta.
Aquí empieza lo que nunca nos hemos atrevido, en un fluido nuevo viaje, esta vez al interior de sus corazones, anhelos, miedos y esas cosas que solo pueden comunicarse cuando dos dedos se rozan y no dejan pasar el aire entre ellos, diciendo todo lo que con la mirada se había insinuado. Una intimidad desnuda que solo el amor puede propiciar, aunque solo sea por un instante, una noche. Jesse da el primer paso, y aunque al principio quiere tomar el papel de ligoncete chulillo, cuando note que lo que siente no es solo un bulto en los pantalones, sino una conexión más intima, profunda, se desarmará y temblara ante el primer beso, cuando realmente ambos se dejen de roles y poses, y solo piensen en ellos, las calles iluminadas de Viena, una galería reducida pero variopinta de comparsas ocasionales, como la pareja teatrera y estrambótica, la pitonisa repentina o el poeta de los canales y su batido, que los acompañarán sin saberlo en la noche de sus vidas, para acabar mirándose en una fuente, con el agua manando como la vida fluye, y sus corazones conectados por las poderosas cuerdas de los ojos de sus almas.
Pero al salir el sol, la realidad alumbra sus cuerpos suspirantes con la severidad imparable del tiempo que pasa, y se impone el mundo real sobre el sueño. Él debe coger su vuelo, y ella ha de seguir su regreso a casa, y la separación se hace insoportable y sin embargo inevitable. Poco antes de que el tren arranque, deciden volver a verse en ese andén en seis meses. No se dan los teléfonos ni direcciones, mal aconsejados por su propia percepción reflejada en la pareja que discutía al principio de la cinta, con una visión del amor como algo efímero que se corrompe con el tiempo, y negándose la posibilidad de explorar su tiempo juntos. Su propia inexperiencia basada en la teoría cínica y decadente de finales de siglo XX de que nada dura para siempre les impide prolongar lo que sus suspiros les están pidiendo a gritos. Ellos mismos se cierran las puertas, y lo dejan todo en manos de un destino caprichoso y un azar de base muy débil. El tren arranca, el avión despega, y la noche anterior entra lentamente en el terreno de los sueños, mientras el futuro, cruel, juega sus cartas con la certeza insoldable del que las reparte. Mientras, antes de los títulos de crédito, Viena se queda sola, sus rincones compartidos permanecen solitarios e iluminados por un sol ya brillante y firmemente real. Todo vuelve a lo habitual, pero ellos ya están marcados.
Jesse es Ethan Hawke y Celine es Julie Delpy. Y no podía ser de otra manera, ya que no solo sostienen la película prácticamente ellos solos con su conversación, con una química que pocas veces se da en la pantalla. Él, en las postrimerías de su look generacional post Generación X y Reality Bites, haciendo ver que hay mucho más bajo esa apariencia desmañada y cínica. Y ella con la dulzura idealizada que podía esperarse de una joven parisina, pero igualmente bajada a la tierra, sin perder por ello ese halo mágico que desprende a lo largo de toda la cinta. Ellos dos no podían haber sido interpretados por otros, y lo saben, luciéndose entre ellos y para el espectador.
Richard Linklater firma aquí una de sus mejores películas, son brisas influenciantes de la Nouvelle Vague y una puesta en escena sobria, pero que confía, acertadamente, en la química entre los actores y el tercer personaje que los acoge, esa Viena mágica, iluminada y poseedora de rincones y lugares cálidos donde los dos amantes puedan vivir su noche, su única noche, con una fotografía preciosista pero sin caer en ñoñerias, en una ciudad en la que parece imposible no enamorarse.
No es por capricho que el director haya escogido un periplo europeo y una ciudad tan romántica como la ciudad bañada por el Danubio. Ese aire europeo que se respira que tan bien sienta a la historia es parte de la esencia de la película, que acompañado a la frescura de la mirada admiradora del americano, dota al conjunto de una experiencia ensoñadora casi mística, de exaltación del amor y su más pura concepción, sin rémoras de experiencias pasadas o perjuicios de cualquier tipo. Dos personas, sin conocerse, vivirán una noche inolvidable donde solo importarán ellos como personas, sus dos almas unidas en un abrazo efímero, pero con una huella para el futuro imborrable.

Y en ese futuro está la continuación. En Antes del atardecer, nueve años después, Linklater vuelve a reunir a Jesse y Celine, tras esa noche inolvidable y que ha marcado con fuego sus corazones, para darles una segunda oportunidad a dos almas hechas la una para la otra. Jesse está en París presentando su última novela, donde precisamente relata aquella noche casi diez años atrás, y al finalizar su charla en una pequeña librería, ve al fondo a Celine, a la que nunca ha olvidado, y se sonríen. Al salir, se saludan, con dos besos en la mejilla, y aún tímidos al principio, pues ha pasado mucho tiempo y cada uno tiene su vida más o menos estructurada, poco a poco vuelve a surgir la chispa de aquella noche en Viena, y esta segunda oportunidad hará tambalear la misma realidad que hace una década les hizo despertarse de una noche onírica, y que ahora se torna tan frágil y rompible precisamente por ese mismo sueño.
En la tradición de Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch, donde comprobamos el paso del tiempo en la historia de una pareja rodada con varios años de separación entre una parte y otra, y con los mismos actores trascendiendo la frontera de la actuación y la identificación con sus roles, Linklater rueda este segundo encuentro, también marcado por el azar, con París esta vez como ciudad-tercer personaje, pero con la pequeña amargura latente de la sensación de perdida de tiempo y de una juventud desperdiciada por un error de soberbia. Perdieron el contacto, no hubo tal reunión seis mese después de la noche en Viena, y ahora son dos adultos desencantados con sus propios sentimientos. Ella no puede mantener una relación más de un tiempo pequeño, y se refugia en un romance casi inexistente con un ausente fotógrafo de guerra, siendo presa de su propia cáscara de protección. Él esta casado y tiene un hijo, y aunque parece perfecto e ideal, su relación se basa más en la necesidad, en una devoción comprensible por su hijo, pero con una idea del amor rutinaria, desapasionada y gris. Ella es la más malparada, con su brújula vital perdida y desimantada, y él mantiene ese toque cínico, aunque esta vez con la patina de la amargura, con el éxito de su novela, si, pero esta no es más que el recuerdo de la noche vienesa, y acaso es más una autoterapia que una esperanza para el futuro. Ambos se encuentran justo en el último momento de redención, se topan con una segunda oportunidad que daban completamente por perdida, y aunque esta vez la realidad vuelve a ser el verdugo de una pasión interrumpida, la experiencia del tiempo perdido les dará una nueva perspectiva de la situación.
Solo tienen unas horas por delante, hasta que salga el avión de Jesse de regreso a Nueva York, e incluso este tiene un chofer pendiente de llevarlo a tiempo para seguir la gira de promoción de su libro, pero no desistirán en charlar y mirarse a lo más profundo de sus almas.
Ahora es una tarde en París, un París que incluso Celine redescubrirá, para acabar en su apartamento, mientras ella le canta una canción que compuso precisamente con la noche vienesa como tema. Cada uno ha exorcizado el momento como solo saben, un libro o una canción. Pero el tiempo pasa mientras ella baila al ritmo de Nina Simone, y la hora de facturar en el aeropuerto esta cada vez más cercana. Celine, bailando e imitando a la diva, le dice a Jesse. “Nene, vas a perder tu avión”. “Lo se”, responde él, mientras se ríe y la mira bailar, justo antes del fundido en negro y los títulos de crédito. Aquí no hay planos de París, no hay regreso a la realidad. Aquí ellos han cambiado la realidad, o al menos la puerta abierta en la imaginación del espectador permite fantasear con ello. Ya perdieron una oportunidad, no van a permitir otra vez perder su pasión, ahora no les importa la concepción del nada dura para siempre, simplemente se quieren y desean estar juntos. Esta vez el momento mágico no tiene porqué terminar.
La base sigue siendo los diálogos entre estos dos personajes, con un ritmo propio basado en sus reacciones y como se desnudan metafóricamente el uno al otro. Cada película no dura más de una hora y media, cosa lógica tratándose de diálogos entre dos personajes, escritos con solvencia, ternura y espontaneidad, y unos interpretes que los hacen suyos, en las que son posiblemente las mejores actuaciones de ambos, en las que a veces parecen estar simplemente viviendo delante de la cámara. Linklater filma sus dos obras más intimistas, donde a pesar de las influencias patentes de Un hombre y una mujer, o Breve encuentro, de David Lean, crea un conjunto propio que con el tiempo ha devenido en espejo generacional.
Una historia de amor sin artificios, fácilmente identificable con algún momento de nuestras azarosas vidas, y que nos permite soñar despiertos con lo que hemos tenido, o lo que hemos podido tener.