REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

20 de agosto de 2008

Roma, la historia hecha espectáculo

A nadie se le escapa que actualmente el cine anda un poco de capa caída en cuanto a calidad intrínseca de sus productos, con una crisis de guionistas que importan ideas de todos los medios imaginables (comics, videojuegos, etc). Sin embargo, la televisión está viviendo una época dorada en lo que a producciones se refiere, tanto en series como en telefilms, con algunos ejemplos que no solo no tienen nada que envidiar a hermano mayor de celuloide, sino que en muchos casos le superan.
Series como Los Soprano o Héroes, son fenómenos que además de obtener adeptos a mansalva ofrecen calidad en un medio que tradicionalmente vivía del momento y el presente más inmediato. Ahora, como en muy contadas ocasiones en el pasado, perduran series como productos audiovisuales de una gran calidad y disfrutables más allá de su periodo de emisión. Uno de estos ejemplos es la serie Roma.
Roma es una coproducción entre dos gigantes de la televisión de ambos lado del charco, la estadounidense HBO (responsable de Los Soprano, The Wire, etc), y la inglesa BBC (sinónimo de producción mimada), es lo que es un feliz matrimonio entre medios e intenciones. Producida por John Millius (director de Conan el Barbaro y guionista de Apocalypse Now) y Bruno Heller, y rodada en los muy romanos estudios de Cinecittá, Roma nos da una de las visiones más fidedignas de los últimos tiempos de la República romana y los comienzos del Imperio, tiempos cruciales en la configuración histórica de nuestra entrañable y vieja Europa. Con un presupuesto de casi 100 millones de dólares por temporada, la serie consta de dos temporadas, una de 12 capítulos y la otra de 10, que abarcan desde el regreso de las Galias de Julio César, hasta el ascenso de Octavio Augusto como el primer emperador de Roma.
Sin escatimar en violencia (la mano de Millius es palpable en este aspecto) y escabrosidades varias, la serie es un retablo de miserias y ambiciones, donde la muerte, la lujuria y el honor son los cimientos de un imperio, no exento de épica.
Con una fidelidad encomiable, es un retrato crudo y sin concesiones de una época brutal y sin embargo fascinante, con una moralidad completamente distinta a la actual y unos personajes tan auténticos como bien dibujados. Es de agradecer que sus motivaciones y resultado de sus acciones no se ven condicionados por una visión simplista digna de nuestra época, lo que nos ofrece un verdadero fresco basado en diversas fuentes clásicas como Suetonio o el mismo César, digno y respetuoso con la historia a la par que generoso en espectáculo y emoción.
Julio César (Ciarán Hinds) vuelve a Roma después de su victoriosa campaña por las Galias, dispuesto a reclamar su posición de poder acompañados de sus fieles legiones, entre los que se hallan el centurión Lucio Voreno (Kevin McKidd) y el legionario Tito Pullo (Ray Stevenson), dos ejemplos de soldados romanos con visiones bien distintas de la vida. Con César va el general Marco Antonio (James Purefoy), su mano derecha, brutal y seductor a partes iguales, y pieza clave en el entramado político venidero.
En Roma les espera un receloso senado, liderado por la cabeza de los optimates (clase aristocrática) Cneo Pompeyo Magno (Kenneth Cranham), y los senadores Marco Tulio Cicerón (David Bamber), Porcio Catón (Karl Johnson) y Marco Junio Bruto (Tobias Menzies), recelosos por la posición poderosa de César y sus intenciones cuando llegue a Roma. Ningún movimiento político es ajeno a la ambiciosa y conspirante sobrina de César, Atia Julia (Polly Walter), madre de Octavio (Max Pirkis) y Octavia (Kerry Condon), amante ocasional de Marco Antonio y enemiga acérrima de Servilia (Lindsay Duncan), madre de Bruto y antiguo amor de César.
El catálogo de personajes no se queda aquí, ya que aún sin tratarse de una serie realmente coral, el número de secundarios es amplio y diverso, aportando una gran riqueza de caracteres y matices a esta visión de la sociedad de la antigua Roma.
El respaldo de la BBC garantiza una fidelidad histórica muy valorable para el aficionado a la historia (con algunas inevitables concesiones, escasas al menos), y que descubrirá como han sido plasmados con delicadeza y mimo por el rigor conceptual. No en vano son responsables de otra de las mejores series del medio televisivo, Yo Claudio, de la que esta Roma podría considerarse una especie de precuela, al contar acontecimientos justo anteriores a la producción inglesa más destacable en el campo histórico romano. Dejándose algunos detalles en el tintero e insinuando otros (la limitación de episodios de una hora de duración es ineludible), lo cierto es que casi todo lo que aparece en pantalla tiene un referente real y comprobable, con una continuidad argumental que aplaude en los dos factores básicos en este tipo de producciones históricas, por un lado el rigor a los hechos acaecidos y un respeto solemne por los personajes protagonistas de dichos acontecimientos, y un desarrollo argumental ágil y entretenido, ofreciendo un espectáculo como pocas veces hemos podido disfrutar, no ya solo en la televisión, sino incluso en el cine.
Su presupuesto es amplio y se ve en que se ha gastado, con una recreación de Roma como nunca antes se había visto, con un foro de la ciudad rico en detalles, unas calles estrechas y sucias en los barrios más humildes y un lujo desmesurado entre las casas más pudientes. Queda plasmado uno de los detalles más recientemente descubiertos del ambiente romano, y es su gusto por el barroquismo y el color en prácticamente todas las facetas de la arquitectura y la escultura de la época, abundando el color rojo, el dorado, en unos edificios ricos es policromía (lejos del habitual blanco marmóreo que teníamos en las retinas gracias a los peplums de los sesenta), y pequeños toques circunstanciales como las máscaras de cera de los antepasados en las casas nobles (manes del hogar), o los pequeños altares de las casas plebeyas más humildes a los dioses del hogar. No es esta la Roma de Quo Vadis. Esta es sucia, maloliente, rezumante de muerte y mugre escondidos entre el lujo y el despilfarro. Cercana a la percepción de Ridley Scott en Gladiator (de hecho, sería un hijo no confeso del responsable del resurgir del cine épico clásico protagonizado por Russell Crowe), aunque más rica en matices y con la ocasión de profundizar que brinda una plasmación serializada como es una serie de televisión. El uso de los grafittis callejeros es reflejo de los últimos descubrimientos arqueológicos, que han dejado patente el uso común de pintadas satíricas, groseras y políticas, como medio de comunicación inmediato e influyente.
Sus limitaciones del medio televisivo vienen sobretodo a la hora de recoger las grandes batallas o los espacios multitudinarios, al no tener la amplitud de medios del cine, pero bastante bien resueltos con planos cerrados que insinúan más que muestran, o inteligentes y oportunas elipsis donde vemos las consecuencias de la batalla y sus reflexiones. Así con todo, la celebración del triunfo de César en Roma es francamente espectacular, con la cabalgata de soldados, prisioneros y el propio César en una cuadriga de corceles blancos, con la cara roja consagrada en sangre (como tenemos testimonios que se realizaba en este tipo de procesiones triunfales), sobrio e inquietante en su demostración de poder (no en vano, los homenajeados en su triunfo eran considerados semi-dioses por un día), y la ejecución final de Vercingetórix, caudillo galo que luchó hasta el final en Alesia, en un momento tenso y ceremonial que retrata la grandeza y brutalidad del vencedor sobre el vencido.
En la segunda temporada, en la batalla de Filipos, es donde puede comprobarse un mayor esfuerzo al plasmar las batallas, con un mayor uso del ordenador en las multitudes y las estrategias de ataque de los dos ejércitos.
Obviando los personajes históricos, retratados con un trazo tan claro y matizado que se convierten en los nuevos iconos de determinadas personalidades, además de reconocibles para aquellos con un mínimo de cultura grecolatina, lo cierto es que hasta los personajes ficticios que sirven de hilo conductor de la trama y de identificación del espectador (en un recurso típico de la novela histórica, el personaje inventado que siempre está en el momento exacto de la historia para vivirla y hacer una lectura propia de su tiempo), tienen una base histórica destacable. En el caso de los dos protagonistas, Lucio Voreno y Tito Pullo, resultan ser los dos únicos soldados nombrados por César en sus crónicas de La Guerra de las Galias (con la diferencia de que en esta se trata de dos centuriones rivales, y aquí un centurión y un soldado amigos), con lo que sobre un sustrato histórico se crean unos personajes sólidos y víctimas de los acontecimientos de su época, sin caer en el oportunismo situacional y cimentando su propia personalidad en su época. Voreno como austero estricto y fiel centurión de familia media respetada, que triunfará incluso en el ámbito político a pesar de sus objeciones morales, y Pullo como el soldado noble y brutal, que sabe que su única ocupación es la guerra, pero que lucha por tener una vida normal a pesar de arrastrar la rémora del belicismo en su modo de ver la vida.
El casting es de los más afortunados, a pesar de algunas pequeñas concesiones interpretativas, salvables por la calidad del resultado final, como la ausente alopecia de Ciarán Hinds como César (esta era una de las máximas preocupaciones del vanidoso general), lo que no quita para que su César sea de los más dignos y creíbles dentro de su curriculum audiovisual, o un extraño acento en Catón (romano de familia muy romana y antigua, con lo que no habría justificación para su extraño acento germano).
La química entre Voreno (McKidd) y Pullo (Stevenson), la clásica pareja de compañeros dispares y sin embargo reflejo de una amistad inquebrantable y fiel a pesar de los altibajos, son la guía del espectador y pronto consiguen su propósito, que estos se encariñen con ellos en sus vivencias en el centro de la historia y sufras sus penas y errores, que no son pocos. Sus actuaciones resultan cruciales para los derroteros de determinados eventos históricos, aunque esta se se verá velada por los protagonistas “oficiales”, y camuflada como fruto del azar o el anonimato.
Roma no escatima en sangre, sudor y lágrimas, aderezado con toques de sexo que salpimientan el conjunto con la manida patina de escandaloso para el mojigato público estadounidense, pero que no hacen sino plasmar una realidad de dos mil años atrás, y crear una tensión narrativa rica en acontecimientos y desdichas de los protagonistas, a veces auténticas desgracias, pero tratadas con una poesía ambiental evocadora a la que ayuda la inspirada partitura de Jeff Beal, con ciertas reminiscencias al Hans Zimmer de Gladiator o Rey Arturo, pero que cumple y modela con estilo y dignidad, haciendo hincapié en la percusión, la guitarra y una flauta evocadora y dulce, muy acorde con los instrumentos propios de la época (incluyendo incluso alguna marcha militar), redondeando un conjunto que no olvidará fácilmente el espectador.
Lástima que debido al alto coste de la producción de la serie, los responsables decidieran darla por finalizada en la segunda temporada (de hecho, el proyecto inicial constaba de solo una temporada, y se continuo gracias a los buenos resultados de audiencia), ya que la continuación con los primeros años del imperio en esta visión desmitificadora y evocadora hubiera sido un espectáculo digno de ver.
Con todo, Roma puede estar orgullosa de ser una de las más destacadas producciones televisivas de todos los tiempos, rica en ambientación y narración, y reflejo riguroso de una época mítica y subyugante, básica y necesaria para su devenir posterior, de la historia humana.
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Para ver una de las mejores escenas, comentada, de la serie de Roma, en El Cybernáculo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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