REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

7 de julio de 2009

Hacia rutas salvajes, o la búsqueda de la absoluta libertad

En su faceta como director, el también actor Sean Penn ha decidido conducir su carrera por unos derroteros similares a los de su trayectoria como interprete, alejándose de productos alimenticios y dejando un impronta de denuncia e implicación, con obras cuya reflexión posterior a su visionado no permite quedarse en blanco y una ideas y conceptos muy definidos se revuelven en el cerebro del espectador como una digestión de complicado desarrollo, aunque satisfactoria resolución.
En Hacia rutas salvajes, Penn toma como base el libro homónimo de John Krakauer, ampliación de su propio artículo para la revista de alpinismo Outside sobre la peripecia vital de Chris McCandless, un joven de buena familia y prometedora carrera universitaria, que con 22 años, harto de las convenciones sociales y fuertemente influenciado por la obra literaria de Jack London, Dostoievski y Thoreau, decidió dejar todo de lado en 1992 para recorrer Estados Unidos como un vagabundo y llegar hasta Alaska, para vivir sin artificios y sin ningún contacto humano en plena naturaleza, enfrentarse a la llamada de lo salvaje y sobrevivir solo de aquello que cazara o recolectara.
El viaje iniciático hacia la madurez, la autenticidad de una vida austera y exenta de comodidades, dinero y todo avance tecnológico (e incluso técnico), y el tránsito intelectual en base a unos principios opuestos a toda idea de sociedad, son los elementos con los que Sean Penn elabora un guión que ensalza la hazaña de MacCandless, y consigue la identificación del espectador con un personaje que tal vez de otra manera mostrado podría llegar a ser antipático. La interpretación y el carisma del actor protagonista, Emile Hirsch como Chris McCandless, ayuda a esa empatización, dulcificando un poco la relación con los personajes que se encuentra en su periplo para convertirlo en casi un icono según la situación, pero no por ello menos efectivo como protagonista. Teniendo en cuenta que gran parte del metraje está solo, sin más compañía que un viejo autobús abandonado y la fauna y flora de Alaska, la labor de Hirsch resulta notable, sosteniendo la historia sin caer en el cansancio y manteniendo el Tour de force hacía una inevitable decadencia física (algo enturbiada hacía el final por una labor algo barroca de maquillaje), y a un clímax marcado por el idealismo y la radicalidad de los principios del personaje, dejando de lado problemas en los que sí ahonda el libro, como son la falta de preparación y planificación del personaje de real en su intención, y una peligrosa ausencia de sentido común en alguna de sus decisiones. La película no busca analizar las consecuencias de esas decisiones, ni criticar el como de su ejecución, como hacía Werner Herzog en Grizzly Man, en una historia con algunas similitudes argumentales. La historia escogida por Penn extrae la esencia idealizada y la limpia de restos de inconsciencia e indolencia a esa misma naturaleza tan admirada, para elaborar un discurso más cercano a la utopía teórica, de inevitable final trágico, pero inequívocos principios morales y vitales, casi como excusa para un ejercicio de plasmación en imágenes de los mismos principios de los autores literarios e ideólogos a los que el propio McCandless admiraba y tenía como guía, no limitándose a una adaptación fidedigna del libro originario (y con todo, toma elementos propios de este, como la no sucesión cronológica de los hechos que acontecen, y un hilo narrativo basado en las emociones puntuales del personaje y las conexiones intrínsecas, y no en una comprensión lineal del recorrido), si no una conceptualización global de proporciones más educativas y sublimadas que puramente documentales. En lugar de ser fiel a los hechos, Penn ha sido fiel a las ideas.
La idealización del periplo del personaje no es obstáculo para una narración ágil y provista del ritmo propio que la historia necesita. No estamos ante una película de acción, con lo que el tempo viene marcado por las emociones de los personajes y la magnificencia de un paisaje igualmente protagonista, una América árida y desértica y una Alaska exuberante y amenazante, que envuelven el viaje con el tinte épico e iniciático que necesita la intención final del autor. La fotografía de Eric Gautier es un rasgo ineludible del conjunto final, donde los paisajes lucen en todo su esplendor y toda su magnificencia y grandiosidad natural, desde el rojizo desierto a los verdes parajes de una Alaska estival, o las nieves implacables del extremo norte.
Esa naturaleza escenario de las idas y venidas de Alexander Supertramp, pseudónimo que toma el protagonista al desatarse de su vida anterior y quemar su documentación, puede considerarse parte del elenco de secundarios que pueblan el viaje, sin los que este se vería algo deslucido y estructuralmente frágil. Estos personajes que pueblan la trayectoria de McCandless representan una de las cosas de las que huye nuestro personaje, las ataduras emocionales que le impidan su propósito de llegar a Alaska. Si abandona su rol de hijo, de hermano (a pesar de mantener un liviano hilo de relación con su hermana a través de una correspondencia errática y aperiódica), será con los desconocidos del camino con los que los asumirá sin querer, al menos conscientemente, casi de manera ejemplar, ciertos roles afectivos de los que pretende alejarse, dejando además una huella indeleble en sus personalidades, configurando incluso en algunos casos nuevos rasgos del carácter de cada uno de ellos. Él se ve enriquecido con ellos, sí, pero es mucho más importante la impronta que deja en los demás, convirtiéndose en casi un icono para cada uno de ellos, un icono que rehúsa de serlo en cuanto nota los primeros síntomas de implicación emocional, pero que con su huida no hace sino mitificar más su presencia en sus vidas.
Catherine Keener es una hippie motorizada que viaja con su novio, y que ambos quedan fascinados con la figura del joven vagabundo. Ella además ve en él al hijo con el que ha perdido contacto, y que se haya en una situación parecida a la del joven McCandless. Ella representará la visión más maternal, y le pondrá sobre la mesa las consecuencias de sus decisiones para con su familia, por mucho que el diga que no la tiene, o al menos, que no la considera. Vince Vaughn (en una actuación que supera a su habitual mediocridad), es un trabajador del medio oeste con el que el protagonista entabla una amistad esencialmente masculina, reflejo de la amistad plasmada en los relatos de London, una camaradería que en realidad será momentánea, por el carácter obsesivo con Alaska del protagonista, y al que admirará por su anarquía personal y alejada de la sociedad habitual. Su correspondencia postal con él será una importante guía para conocer los pasos del joven en su peregrinación a las tierras del norte. Kristen Stewart, antes de embarcarse en la comercial saga de Crepúsculo, es la fascinación amorosa adolescente que tal vez pudiera tentarlo, el enamoramiento más puro y la posibilidad de un establecimiento emocional, pero precisamente por ello, difícil de asumir por nuestro protagonista. Y finalmente, la actuación de Hal Holbrook, que le valió una nominación al Oscar como actor secundario en un papel de anciano desencantado, que ve la luz de la esperanza en el joven vagabundo, y que queda prendado de sus ganas de vivir, algo de lo que él carece debido a una tragedia familiar. Solo, viendo como se acercan sus últimos días, McCandless representa para él el futuro, no solo a un nivel filial, casi como un hijo, si no también el reflejo de si mismo antes del drama que lo puso en el camino de la bebida y la desesperanza vital. Será el último que vea McCandless antes de su marcha a Alaska, la última oportunidad del protagonista de establecer un vínculo realmente emocional, y el que naturalmente rechaza siguiendo sus prefectos.
William Hurt y Marcia Gay Harden son sus padres biológicos, matrimonio disfuncional pero de fachada aparentemente intachable, a los que culpa de no tener principios y a los que abandona junto a su hermana, a la que realmente aprecia, pero que no resulta suficiente como para hacerlo permanecer a su lado en un hogar poco entrañable. Aunque son retratados de manera poco favorecedora, son el punto de dualidad moral, los abandonados por el idealista y los que hacen tambalear los cimientos morales de la decisión de McCandless de marchar sin rumbo y sin aviso alguno. Pero es cierto, que debido al carácter idealizado de la historia, queda enturbiada esta relación y no resulta importante en la línea narrativa, si no es solo como pretexto para poner de manifiesto el desencanto del joven protagonista y jugar con el sempiterno enfrentamiento padre-hijo, y el rechazo a todo lo que representa, justa o injustamente.
La narración hace uso incluso de juegos visuales, como en el que en uno de sus estados más vagabundos contempla en un bar lo que podría haber sido de haber continuado su aparente trayectoria vital y se transpone su propia imagen a lo que ve, subrayan los orígenes de sus principios y se nos plantea al espectador como un acto inevitable e incluso digno de admirar, llegando a la fibra sensible de todo aquel con un mínimo de sentido de la libertad. En ocasiones la cámara hace acto de inclusión como un ente más en la historia, y Hirsch interactúa con ella, en una improvisación del actor, poniendo el acento en ciertos aspectos joviales del protagonista (que no olvidemos que no se trata de un drama desde su punto de vista, él consigue lo que quiere, y es muy feliz con ello).
Estos estados de ánimo, o momentos puntuales de exaltación del idealismo o el paisaje de Alaska, son remarcados por la música original de Eddie Vedder, cantante y guitarrista del grupo Pearl Jam, de trayectoria independiente y lejos de concesiones comerciales (similar a un Neil Young de la generación de Kurt Cobain), que compone una serie de temas (con letra la mayoría, aunque no faltan los meramente instrumentales) dotados de su poderosa guitarra, que mitifican aún más la hazaña del protagonista, pero en enfatizan muy solventemente, dejando incluso melodías que permanecen en la mente del espectador tras el visionado de la cinta, y que por si solas mantienen la garra suficiente que se le suponen en la película. El tema Hard Sun es un buen ejemplo, tal vez el más representativo de todo el álbum de la banda sonora.
Y es que como afirmábamos en el inicio de este comentario, el coctel de idealismo que se nos plantea agita los cimientos de una realidad que asumimos como inamovible, y que sin embargo es frágil como cualquier estado emocional. El replanteamiento de que la rutina que comienza con el, a menudo exasperante, timbre del despertador, no es más que una convención que hemos tomado como cimientos de un modo de vida y no una realidad firme, que esas decisiones son tan fáciles de quebrantar como un papel de fumar y que verdaderamente solo depende de nosotros mismos el abandonarla y perseguir un sueño que hemos enterrado con frustración y una desagradable patina de banalidad pegajosa. Que no tenemos porque seguir la esclavitud de un camino marcado por otros y que nuestro destino solo está definido por nuestras decisiones, son algunas de las ideas que Sean Penn pone sobre la mesa con un cine comprometido, narrativo y bello en su ejecución, pero con un poso subyacente que busca hacerte pensar y replantearte lo que normalmente asumimos como impensable, con una reescritura de nuestros principios vitales.
Esto siempre y cuando tengamos la tecla necesaria en nuestro subconsciente lista para ser pulsada, claro, y seamos receptivos al viento que nos golpea en la cara y nos espabila para que podamos ver que, delante de nosotros, tan solo está el mundo entero a nuestra disposición.

27 de mayo de 2009

Viaje a Darjeeling, postmoderno transito iniciático de tres hermanos

Tras la fanfarria de la Fox, y con una acelerada sintonía hindú de Ustad Vilayat Khan, vemos a un nervioso Bill Murray en un taxi de una ciudad sin nombre de la India, conducido por un barbudo de aptitudes conductoras temerarias (adelantamientos kamikaces propiciados por las prisas de su cliente), aunque respetuoso a su manera(esquiva o aminora la velocidad solo cuando se cruza con alguna de sus vacas sagradas). La razón, cuando llegan a la estación de tren, Murray se apea del taxi a toda carrera, pues pierde el tren que ha de coger a toda costa. Cargado con sendas pesadas maletas, corre desesperado por el anden con la intención de coger el Darjeeling Limited, el tren que lenta pero inexorablemente abandona la estación, mientras un muchacho hindú le contempla con desidia desde el último vagón (el cartel del tren sirve de título de la cinta). Pero Murray no es el único viajero apurado, pues mientras seguimos el destino del primero, un corredor Adrien Brody le adelanta mientras le mira como si le pidiera disculpas por pasarle, igualmente cargado de maletas. Y aquí, abruptamente, cambio de música del acelerado hindú a los Kinks y This Time Tomorrow, cambio de estilo narrativo (carrera a cámara lenta de Brody), de rodaje y prácticamente de película. En un ejercicio ejemplar de escuela de cine, Wes Anderson nos la cuela sin posibilidad de vuelta atrás, y nos obnubila con su ya particular estilo. En un momento, nos ha hecho creer que íbamos a ver una película con Bill Murray (su actor fetiche, aparece en casi todas sus películas), y en un momento nos la cambia y define el estilo de los que será, musical e incluso anímicamente.
La mal llamada Viaje a Darjeeling (su título original es The Darjeeling Limited, el nombre del tren donde realizan el viaje iniciático y donde transcurre casi toda la película, no un lugar donde llegar), es posiblemente la mejor película hasta el momento de Wes Anderson, director de los pocos actuales con un estilo realmente propio y reconocible con solo un par de escenas (en este aspecto, solo comparable a Tim Burton o Michael Bay, por citar a un par, sin entrar en calidades cinematográficas, sino simplemente reconocibles visualmente), tras las muy estimables Life Aquatic o Los Tenenbaums, entre otras. El viaje iniciático de tres hermanos a bordo de un tren a lo largo de la India, tras un año sin hablarse desde el funeral de su padre, organizado por el mayor de ellos (Owen Wilson, otro constante de Anderson), con la intención inicial de encontrarse ellos mismos, es el argumento a grandes rasgos de una película cuya fotografía está dominada por ese baño de color del país hindú, brillante y colorido a partes iguales. Y lo harán, pero no como pretendían al principio.
Cabe reseñar el cortometraje que Anderson rodó a modo de prólogo del Viaje a Darjeeling, Hotel Chevalier, donde descubrimos algo que luego será importantemente significativo para el personaje de Jason Schwartzman, que fue proyectado en los cines antes de la película, y que por supuesto está incluido en el DVD. Con el principal y lamentable reclamo publicitario del desnudo del volátil personaje encarnado por Natalie Portman (algo falso, según podréis comprobar), mantiene el irónico estilo patente de Anderson y efectúa una bonita entradilla estilosa a esta historia, si bien no resulta imprescindible para la comprensión total de la película (lo ocurrido en él es narrado en una conversación entre los tres hermanos, y queda más o menos claro en lo que refiere al desarrollo argumental).
Siguiendo en sus trece de familias disfuncionales pero peculiares de sus anteriores cintas, Anderson baila en la que nos ocupa entre la comedia y drama, pasando por la cotidianidad más costumbrista, como en un río donde cada recodo o rápido está ahí por una razón, y constituyen una parte más del camino hasta la desembocadura. Cada hermano con una personalidad definida es el contra punto del otro y el complemento de los demás, marcando sus diferencias pero igualmente dejando patente con el desarrollo de la historia las complicidades entre ellos. Adrien Brody, el primero en aparecer, es el mediano, el más influenciado por el padre ausente y de personalidad más débil y melancólicos pensamientos, que con una serie de detalles será posiblemente el que más cambie en este viaje. Jason Schwartzman (co-escritor del guión junto al propio Anderson y Roman Coppola) es el pequeño, romántico y soñador, escritor incipiente, y con su mascara de independencia, el que más necesita de sus hermanos (aunque realmente se necesitarán entre los tres de igual manera al final del viaje) en su nueva colaboración con Anderson desde Academia Rushmore, película que los dio a conocer a ambos entre el gran público. Y Owen Wilson es el mayor, algo manipulador, egoísta y mandón, pero entrañable en sus intenciones y finalmente nexo de unión entre ellos, al ser el artífice de este turbulento viaje. La complicidad entre ellos es patente desde una actuación natural pero efectiva, en la que pequeños detalles delatan situaciones que todos los que tenemos hermanos hemos pasado más de una vez, y que apela a nuestra sensibilidad sin caer en la ñoñería, enterneciendo con el momento exacto de iluminación o la mirada concreta. Las maletas heredadas del padre, que con facilidad representan la parte inútil del peso de las herencias familiares y la carga que ralentiza el camino al futuro, las gafas que porta Brody y que se empeña en llevar a pesar de no corresponder a su graduación visual, o el ritual del punto rojo entre las cejas como bienvenida a una India más única que nunca, son elementos que muestran etapas del viaje, señales evolutorias y líneas de seguimiento del recorrido marcado por los tres hermanos, victimas de su propia condición de hijos de una familia rica pero profundamente disfuncional.
Efectiva en cuanto a historia en un guión que equilibra con un ritmo pausado pero continuo, hay que destacar como utiliza Anderson las herramientas cinematográficas para remarcar las sensaciones, de manera que no resulta posible sustituir ciertos recursos ya insertos en el transcurso por su perfecta idoneidad en el conjunto. Ya sabemos del uso de la cámara lenta de Anderson, que funde a una canción que dispara el valor emocional, normalmente pop de los setenta y similares, y que dice más que un mero adorno para las sensaciones. Aquí, si el viaje se abre con los Kinks y una carrera al tren, cuya canción describe la inercia del personaje de Brody y su estado emocional, el final es orquestado por el mismo grupo, esta vez con un tema más acelerado y poderoso, Powerman, que remarca el resultado y las consecuencias del viaje, de nuevo corriendo para coger el dichoso tren, pero esta vez con un significado distinto, con una evolución emocional patente. Es casi como si la música de los Kinks fueran las palabras que el hermano encarnado por el intérprete de El Pianista no es capaz de expresar con palabras y que definen su estado anímico, haciendose extensivo a sus hermanos a lo largo de la historia. Este uso de la música por parte de Anderson es uno de los aspectos más patentes de su marca de fábrica, y tal vez el que lo hacen valedor de toda una legión de seguidores que catalogan al director como postmoderno, que si bien resulta una definición discutible y carne de debate, si clarifica la unicidad de este autor y su capacidad de plasmar una cierta sensibilidad muy acorde con nuestros días, como buen hijo de su tiempo que es, tiempos en los que el batido de influencias da como resultado una evolución original y renovada, que tiene más en cuenta que nunca el camino recorrido hasta llegar a ella.
El ciclo se cierra con un paralelismo de escenas entre el principio y el final, de ejecuciones reflejas pero significado completamente distinto, y que remarca el clímax y resultado de ese viaje iniciático finalmente satisfactorio, a lo largo y ancho de una India que aparece realista, son sus miserias y bondades, referencia no vana de aquellos viajes espirituales tan frecuentes durante los sesenta y setenta que iniciaron los Beatles, y que la cultura Hippie convirtió en paso ineludible hacia el encuentro de la verdad de la paz y el amor, y que con el tiempo ha pasado a ser un cliché que aprovecha inteligentemente esta cinta vitalista y optimista. Y a pesar de los bandazos que este planeta da en su rotación imparable.

22 de abril de 2009

La Niebla, un redondo análisis del miedo

Con solo tres adaptaciones, Frank Darabont se ha convertido en el director y guionista que mejor ha sabido llevar el espíritu de Stephen King al celuloide, dejando a la vez su impronta personal y realizando independientemente un cine de buena factura y mejor calidad. Suyas son la magnífica Cadena perpetua (The Shawshank Redemption, 1994), y la emocionante La Milla Verde (The Green Mile, 1999), adaptaciones de textos de King atípicos, dramas humanos algo lejos de lo que ha hecho célebre al prolífico escritor de Maine. La asignatura del alumno Darabont era lanzarse a los terrores propios de King, y lo ha hecho lanzándose de cabeza y con piruetas del que sabe perfectamente lo que hace.
La Niebla (The Mist) adapta una novela corta de este autor, donde el miedo está más sugerido que mostrado, y donde este radica en el ser humano y sus reacciones más que en el peligro que provoca ese terror. Tras una virulenta tormenta, un pintor de affiches cinematográficos (Thomas Jane, en la que puede ser la mejor actuación de este actor que no ha tenido muchas ocasiones de lucirse) y su hijo se dirigen al pueblo a comprar enseres para reparar una ventana rota y otras huellas dejadas por las inclemencias climatológicas, cuando les sorprende una densa niebla que parece cubrirlo, y lo que es peor, parece engullir y matar a todo aquel que cubre. Refugiándose en el supermercado junto a otros vecinos y gente del pueblo, comprobarán impotentes como no pueden salir y las emociones de todos los refugiados saldrán a flor de piel, como el miedo, la insolidaridad, o la superstición religiosa personificada en la señora Carmody (inquietante y odiosa Marcia Gay Harden), que desestabilizará el equilibrio del miedo anunciando que se trata del fin del mundo anunciado en el Apocalipsis. Hay algo ahí fuera, en la niebla, pero el verdadero peligro reside en ellos mismos.
Con un espíritu homenaje a la clásicas películas de ciencia-ficción de los años cincuenta, con el miedo y la paranoia como telón de fondo frente a un hecho inexplicable, el director realiza un ejercicio sobrio pero efectivo al mostrar esa evolución de unos personajes encerrados en un entorno tan práctico (un supermercado lleno de víveres y posibles herramientas), como claustrofóbico (no dejan de ser unas treinta o cuarenta personas en no muchos metros cuadrados), donde veremos muchos tipos de reacciones frente a un riesgo poco definido e inesperado, desde la soberbia del vecino del protagonista, que subestima el peligro y se enfrenta inconscientemente a él, la ignorancia y desprecio al peligro de varios empleados del supermercado, la prudencia de uno de los empleados (un excelente Toby Jones), y el miedo en general de unos personajes que no saben muy bien ni lo que pasa, y eso les paraliza o lleva a tomar decisiones absurdas.
Este terror psicológico se vuelve más tangible (y menos misterioso, claro), cuando se muestra el verdadero peligro que se esconde en la niebla, una especie de monstruos insectoides que devoran a todo aquel que se les acerca. Siendo estos lo que al principio hacen flaquear un tanto la cinta mostrándose claramente, y notándose un poco su factura infográfica, pronto son solo la excusa del terror y dan pábulo a varias situaciones típicas del cine de monstruos que animan el metraje y nos dejan una serie de escenas gore que contentarán a los amantes de este tipo de terror, y aumentarán el miedo del espectador en general. Aquí vuelve a respirarse la atmosfera a serie B cincuentera, con esas criaturas inverosímiles que a todos devoran. Deriva la historia por el cauce del terror de supervivencia (tipo Alien y demás), mientras se desata la locura humana provocada por la fanática señora Carmody.
Esta, con una convincente actuación de Marcia Gay Harden que sabe hacerse lo más desagradable posible, maneja el miedo a su antojo, aumentando su grupo de adeptos con el paso del tiempo y la mella del miedo entre los refugiados como una líder incuestionable sin un ápice de compasión cual religioso propio de la Inquisición medieval, y personificando el verdadero peligro de la situación. Aunque en algunos aspectos resultan algo toscos sus argumentos y exageradas sus convicciones y proclamas, logra provocar lo que se propone y desestabilizar las posibilidades de supervivencia de los encerrados.
Se le opondrán el grupo liderado por Thomas Jane, protector de su hijo a toda costa y portavoz del, aparente, sentido común en esa situación tan desesperada, Laurie Holden como una maestra de primaria de similar razonamiento y blanco de muchas de las iras de la fanática Harden, y Toby Jones como un singular dependiente, carismático a pesar de no parecerlo al principio, y con algún secreto por descubrir. No faltan algunos miembros del ejército a los que culpar por la paranoia desatada, en otro guiño a ese cine de serie B de la década de los cincuenta.
Ciertamente son muchos los guiños al cine de terror en general que enriquecen una cinta como esta, como los carteles que aparecen al principio en el estudio del pintor encarnado por Jane (se pueden ver carteles de La Cosa, película de John Carpenter, que también dirigió otra película de terror de mismo nombre, La Niebla, aunque de argumento divergente, o ilustraciones de historias de Stephen King, como el pistolero de La Torre Oscura), la encerrona en el supermercado (como en el centro comercial de El Amanecer de los Muertos, de George Romero), o la escena cuando salen a la farmacia y contemplan la devastación provocada por las criaturas entre los que no lograron sobrevivir (completamente Aliens, incluyendo cierta peculiaridad de la gestación de los monstruos).
El definitivo homenaje al cine de serie B de temática similar de la década que más dio a este cine, la de los cincuenta y parte de los sesenta, parte de la intención inicial del director de rodarla en blanco y negro, donde los monstruos no “cantarían” tanto, la tensión psicológica seria mayor, y la niebla y claustrofobia lucirían mas intensamente. Por imposiciones de la productora no pudo ser, pero podemos disfrutar en DVD de esta versión, que no se limita a desaturar los colores, ya que conlleva un tratamiento diferente de la imagen, aumentando los contrastes y variando las densidades de la niebla y la sugerencia.
Al margen de las razones de la aparición de la niebla y sus siniestros habitantes, sugeridas por unas declaraciones de los militares encerrados con los protagonistas, resulta muy hábil como evoluciona la sensación que transmite cada situación, desde el miedo inicial a la incomprensión de la situación, el egoísmo de la supervivencia (como todo el mundo rechaza ayudar a una madre que ha dejado solos a sus hijos pequeños en casa, y sale ella sola a enfrentarse a la niebla reprochando la cobardía a todos), el terror más físico al enfrentarse de plano con las criaturas y ver la devastación que son capaces de provocar, el manejo del miedo conducido por la sin razón y la intolerancia más virulenta de la mano de la señora Carmody, y finalmente la desolación de la evidencia que inunda el final de la cinta (acompañado de la inquietante música de Lisa Gerrard y su grupo Dead Can Dance, con el tema The Host of Seraphim), cuando los protagonistas comprueban que realmente los que están fuera de lugar son ellos, que el mundo ya no pertenece al ser humano y que pueden considerarse una especie en extinción frente a una nueva que no solo les supera, sino que suponen un cambio climático invasivo y perturbador, como es la espesa niebla imperante, que provoca un cambio radical en el status quo de la tierra. Aquí es donde el discurso se vuelve más efectivo y absolutamente desesperanzador, cuando se hace patente que no solo estaban encerrados en el supermercado, sino que la salvación no es posible porque no existe tal salvación.
Con un ritmo tenso, pero no acelerado y sin pausa para el respiro, Frank Darabont aborda esta adaptación con soltura, reescribiendo incluso el final de la historia original, con la autorización del propio Stephen King, que declaró en su momento que le gustaba más que su final original, donde nada de lo que aparece en pantalla parece previsto. Siendo como es una producción de Hollywood, sorprende como no espacio para las licencias a la comercialidad (salvando el hecho de la imagen en color), y muchas escenas y reacciones resultan explícitas y brutales tal y como pide el relato, sin caer en las concesiones (no hay siquiera historia de amor, a pesar de haber personajes casi preparados para ello y terreno abonado, cosa que se agradece), y navegando todo el tiempo al servicio de la historia, y de este análisis del miedo que concluye con una única resolución posible y constante de nuestra existencia: nosotros mismos, y nuestras decisiones, somos nuestro peor peligro posible.

18 de febrero de 2009

Valkiria, la fría precisión del suspense más meticuloso

Lo que a punto estuvo de ser, pero no fue, es lo que ha escogido Brian Synger en su regreso al celuloide tras la fallida Superman returns, como alegoría de lo que precisamente pasó con la nueva aventura del hombre de acero. Dejando mordaces apologías a un lado, de nuevo tenemos al Synger de precisión estilística de Sospechosos habituales (dejando a un lado las dos primeras entregas de X-Men, posiblemente las mejores películas de súper héroes, pero de aromas diferentes a la que nos ocupa), con la que no en vano comparte guionista, Christopher McQuarrie, autor de un libreto que pone de manifiesto toda la maquinaria que se puso efectiva en el último atentado a Hitler en Julio de 1944, y todo lo que alrededor se cocía, en esta Valkiria.
La cinta, no exenta de problemas de rodaje en Berlín (donde finalmente pudo rodar en casi todas las localizaciones reales de los acontecimientos, a pesar de contar con Cruise en la producción, mal visto al ser la Cienciología considerada secta en el país germano), e incluso en su edición final (problemas con el montaje, escenas que se tuvieron que rodar de nuevo, etc.), retrata impecablemente todo el proceso de puesta en marcha de uno de los atentados contra Hitler más sonados, por lo cerca que estuvieron de lograr su objetivo, y por que venía de las filas interinas del ejercito alemán, concienciados de hacía donde estaba el dictador conduciendo a su amada Alemania. Toda una conjura que finalmente no pudo ser culminada (no es destripe, es solo historia, y en este caso, popular), y cuyos perdedores se jugaron la vida en una apuesta desesperada en Julio de 1944. De este curioso hecho existen varias versiones, como la producción alemana de 1955, titulada Sucedió el 20 de Julio, y dirigida por Georg Wilhelm Pabst, o la realizada para la televisión alemana llamada Operación Valkiria, de 2004, de marcado tono documental (y nada desdeñable a pesar de no contar con la espectacularidad de la versión americana), y con Sebastian Koch en el papel del coronel alemán con el rostro de Tom Cruise en la película que nos ocupa.
El milimétrico guión de McQuarrie desgrana con fría precisión todos los pormenores del complot, sin profundizar en las motivaciones de los protagonistas; simplemente entra en harina desde pocos minutos después de comenzar (tras la única escena realmente bélica del film), en una radiografía que dispone en pantalla unos hechos verídicos, que aún pecando de algunas licencias tomadas en beneficio de la espectacularidad cinematográfica (la inspiración del plan a llevar a cabo mientras escuchaba La Cabalgata de las Valkirias de Wagner durante un bombardeo, o la forma de avisar Cruise a un posible conspirador alojando su ojo de cristal en la bebida de este), es más real en cuanto más extraño parece lo que se muestra en pantalla (y que no rebelaremos aquí, como cierto aparente exceso de entrega del ayudante del personaje de Cruise al final de la historia). La documentación de McQuarrie es encomiable, pero lo es más aún como ha sabido aunar ese rigor del hecho histórico en sí con todo un ejercicio de suspense y tensión que domina toda la historia, hasta que en su momento álgido se apodera de toda la sala de proyección. No busca hacer un retrato psicológico de los personajes (algunos parecen estar ahí por que sí, sin presentarnos sus motivaciones, solo sabemos lo que creen que deben hacer), sino del momento, de la decisión tomado y su ejecución. Es un detallado entramado de acciones que sincronizan con la mecánica de un cronómetro, y que paso tras paso, involucran al espectador como cómplice de un atentado en el que nada puede fallar, y seducidos por la meticulosidad y la entrega de los partícipes, no podemos aceptar, como ellos al final de todo el evento, el fracaso de tamaña empresa, tan cerca de la consecución final.
La dirección de Synger, al igual que en su común Sospechosos habituales, va de la mano del excelente guión de McQuarrie, rodando con la frialdad que pide el nivel de detalle de la situación, acentuando los miedos y los temores de los implicados, y dejando fluir la recreación tal y como podría haber sido. Con algún que otro hueco en el fluir de la trama, victima más bien de un azaroso proceso de montaje final (y que probablemente solventará el bienhallado DVD y su edición especial), la historia no defrauda y da lo que ofrece, con solvencia y satisfacción para el espectador interesado en este tipo de historias. Cierto es que se hará más disfrutable para el avezado espectador con ciertos conocimientos previos del asunto, contexto histórico y demás (no abundan algunas explicaciones concretas que no habrían sido baladí), y que cierta confusión puede despistar al profano en la II Guerra Mundial y los pormenores de sus últimos coletazos. Pero bien es cierto, que dejando de lado el afán por conocer en breves segundos lo que libros de historia llevan intentando desgranar años, nos encontraremos con una cinta de suspense que cumple con su cometido, y que nos picará el gusanillo por saber más. Y ya con eso estaría conseguida gran parte de la intención de los realizadores.
La falta de profundidad psicológica no esta reñida con la solvencia del elenco protagonista, que hace más creíble la representación gracias a su buena presencia en pantalla. Tom Cruise es el principal protagonista como el coronel Claus von Stauffenberg, mano ejecutora (ironías del destino, no manteniendo él ni una mano completa en su anatomía) del atentado, y lejos de lo que pudiera parecer, no luciéndose con planos propios y prestados de manera superflua, si no jugando en su campo y las pelotas que le tocan lidiar, encarnando a un Stauffenberg sorprendentemente parecido físicamente al personaje real, pudiendo leer en su ojo sano la determinación del tullido oficial alemán (manco de la mano derecha, tuerto y media mano izquierda ausente debido a un ataque de la aviación inglesa durante su estancia en África, justo antes de regresar a Alemania). Queda aquí el sustrato de sus actuaciones más reseñables (Nacido el cuatro de Julio, de Oliver Stone, o Eyes Wide Shut, de Kubrick), apartado de sus papeles estrella y realizando un retrato convincente. Detalles como su obstinación a vestirse solo y abrocharse los botones de la camisa con el muñón, o como prepara las bombas que habrían de liberar a Alemania de Hitler, dan pinceladas del carácter de un tipo complejo y con las cosas claras, a pesar de su confusión interior al estar convencido de hacer algo que en realidad es una traición a un juramento dado. No se profundiza, en efecto, pero se nos ofrece lo indispensable para su identificación sin caer en el exceso de metraje, y sí en la economía exacta que no desequilibra la balanza.
Los demás, un elenco que como decía, cumplen con solvencia y dejan en la memoria unos personajes al límite en una época muy complicada. Kenneth Branagh es uno de los principales conspiradores, el que se lanza a reclutar al personaje de Cruise, y que no solo intenta acabar con Hitler con una caja de botellas de Cointreau llena de explosivos que ha de explotar en pleno vuelo del führer, y no lo hace, sino que tiene el arrojo de ir a recoger dicha caja a las oficinas centrales del Reich, y salir con ella bajo el brazo como si nada. Su impotencia se ve reflejada en muchas de sus actitudes, y finalmente será consecuente con sus decisiones, a pesar de ser el personaje que más sufre ese agujero narrativo, ya que reaparece al final de la película sin saber muy bien por qué hizo mutis en un determinado momento. La presencia de Terence Stamp da prestancia a otro de los generales conspiradores, aparentemente fuera de servicio, duro e icónico como la figura representativa que ha de ser, y cuyo final será igualmente ejemplizante. Eddie Izzard pone su inquietante presencia al servicio de un oficial de comunicaciones tutibeante al principio, que verá como su acción es decisiva en el plan, y que pondrá la nota de tensión por lo particular de su papel en el entramado. El dueto de generales del estado mayor formado por Bill Nighy y Tom Wilkinson, conspirador cobarde el primero y soberbio interesado el segundo, ofrecen varias caras del estado mayor alemán que permiten comprender el papel de cada personaje verídico en la trama, especialmente interesantes los vaivenes y opacidad del personaje de Wilkinson, ya de por sí turbio en la mayoría de sus papeles.
Nota especial para Carice van Houten, que tras El Libro Negro de Verhoeven, parece haberle cogido gusto a la Europa de los años cuarenta. Como esposa del personaje de Tom Cruise, su papel no resulta muy profundo, pero solo su belleza y contrición justifican su aparición, aunque fuera casi anecdótica. Así como el papel de Thomas Kretschmann, aficionado esta vez a los papeles de oficial nazi con fisuras morales, como ya demostró en El Pianista de Polanski, aquí como oficial al mando de las tropas urbanas de emergencia, que representa verazmente la confusión de la situación en la que deriva el atentado durante sus horas posteriores.
Añadir respecto al trabajo actoral la labor casi anecdótica de los interpretes que encarnan a personajes cruciales del momento histórico (el propio Hitler, Gebbles, Goering o Himmler, todos ellos siniestros ideólogos del III Reich), todos ellos con la presencia necesaria para inquietar a pesar de sus pocos minutos en pantalla, como David Bamber, Cicerón en la televisiva serie Roma, en la piel del dictador nazi de pequeño bigote cuadrado.
Aún a pesar de sufrir la lacra de que prácticamente todo espectador sabe como va a terminar la cinta, esta mantiene un interés que se acrecienta a lo largo de todo el metraje, con escenas memorables como los títulos de crédito en que aparece el juramente de fidelidad a Hitler en los clamores de un mitin en imágenes tomadas de archivo, o el saludo nazi de Stauffenberg con el muñón en alto con un estremecedor grito de Hail, Hitler. Un conjunto que tiene como resultado una película no solo educativa y esclarecedora de un hecho histórico concreto, poniendo de manifiesto que no todos los alemanes estaban de acuerdo con Hitler (de hecho, muchos más que los que sí lo estaban), sino que además resulta una efectiva cinta de entretenimiento con un suspense bien mantenido y una elaboración más que correcta.

9 de enero de 2009

Excalibur, el poema épico

Excalibur, de John Boorman, es la leyenda en imágenes. Alejándose de concesiones al público, de falsos artificios cinematográficos, o de compra/venta de vanidades fuera de lugar. Todo en esta película rezuma a mito clásico transmitido de boca a boca, de historia atemporal fuera de todo jucio moral o histórico. Por que está hecha de la materia de la que se hacen los sueños.
Rodada en 1981, Excalibur retrata la leyenda del rey Arturo, de la espada mágica homónima, del mago Merlín, y de los caballeros de la mesa redonda y su búsqueda del Grial. Y lo hace de manera clásica, atemporal, asemejándose más a una obra de teatro clásica que a una representación histórica del hecho. No hay coordenadas temporales, ya que se ubica en las edades oscuras, sin determinar año ni siglo, y con una estética que, si bien se ubica en la edad media, esta es idealizada y estilizada a tal como puede ser una representación idílica de un cantar de gestas de caballeros enfundados en sus armaduras y donde criaturas mágicas cámpan a sus anchas. Juega con un realismo mágico que crea una atmosfera narrativa idónea, jugando con esos elementos mágicos que comentábamos, como la alquimia y los hechizos, pero la mayor parte de las veces con una representación realista de lo que se comenta. Merlín hace alusión constante al dragón, su poder y su aliento, cuando no vemos tal animal en ningún momento, su aliento es la niebla y su poder son las criaturas de la naturaleza que pueblan los bosques nocturnos. Es entonces una magia mística y ancestral con la que juegan Merlín y Morgana, aún con resultados fehacientes y desencadenantes en la acción.
El guión escrito por Rospo Pallenberg (y John Boorman) toma como base el clásico La Muerte de Arturo, de Sir Thomas Mallory, y en un ejercicio de síntesis magistral, lo reduce a una síntesis con ese aroma shakesperiano de las historias clásicas, donde nada de lo que ocurre es gratuito, y el análisis del ser humano y sus situaciones son los protagonistas de epopeyas grandiosas y ejemplizantes. Podría ser una obra de teatro del dramaturgo inglés, y eso se nota es su matiz de obra atemporal y eterna, sin pillarse los dedos con datos históricos pero profuso en detalles propios de la leyenda.
En esa síntesis se eliminan prácticamente todas las referencias cristianas del texto original, minimizándolas a retazos básicos (como el telar de fondo durante la boda de Arturo y Ginebra, o el inavitable paralelismo con sus 12 caballeros fieles), o el monje que custodia la espada clavada en la piedra. De hecho, toma más referencias célticas y las amolda a la historia, más propias de hecho con la sublimación de región británica del mito en si mismo, como el propio monje (más cercano a un druida), o el Grial, que lejos de adaptar el mito del santo grial cristiano, adopta las peculiaridades del caldero mágico de la simbología céltica. Toda la magia de Merlín, así como las referencias a su propia religión en sus diálogos, toman esas referencias célticas como un rango de la tierra britana donde se desarrolla la historia, o como la utilización de círculos monolíticos en momentos concretos de la historia.
Bien se nota que Boorman tomó las riendas de la producción cuando vio perdidas todas las posibilidades de obtener los derechos para adaptar al cine El Señor de los Anillos (hecho que poco antes había llevado a cabo Ralph Bakshi en animación, sin terminar la gesta). Sin duda Peter Jackson tomó mucho más tarde referencias para su adaptación de la obra de Tolkien en esta Excalibur, ya que han sido muchos los cineastas influenciados por la mejor representación de los mitos artúricos. Las ideas y conceptos épicos, medievalizaciones idealizadas y personajes iniciaticos pueden ser comunes a ambos mitos literarios.
Si tuviéramos que escoger las referencias básicas a la hora de afrontar Excalibur, tomaríamos tres ingredientes base para un plato de fino gusto: el drama de Shakespeare, el mito de El Anillo de los Nibelungos, y Richard Wagner. Y no es casual la relación entre estos dos últimos, ya que las referencias germanas no se quedan en la embarcación de las valkirias que se llevan a Arturo a Avalón tras su muerte, sino que la obra del autor alemán flota sobre su espíritu, siendo más patente en las escenas que de hecho toman fragmentos de la opera germana. La épica grandilocuente y unos personajes bigger than life, que navegan por aguas mitológicas y onomatopéyicas. En la banda sonora, a parte de Wagner, se toman los primeros acordes de la primera pieza de Carmina Burana, así como la música original de Trevor Jones, que no desentona entre las obras clásicas escogidas, con sus danzas medievales llenas de sugerencia y primigenio barbarismo. Imposible ya separar las imágenes de un Arturo revivido y sus caballeros cabalgando entre almendros floridos mientras los coros de O Fortuna nos sumergen en una épica mayestática, en un momento álgido de esa medievalización idealizada a la que nos referíamos. El funeral de Sigfrido, de la opera El anillo de los Nibelungos, de Wagner, sirve de tema de Arturo, sonando en el principio de la película, introduciéndonos en este mundo salvaje y brutal, pero a la vez magnífico y germinal, así como en el propio funeral y muerte del rey britano, ensalzando el conjunto de la obra a la altura de la ópera fundacional y eterna.
En la producción artística, el rigor histórico es supeditado a la idealización, con esas armaduras imposibles más cercanas a la fantasía heroica que a los pertrechos prácticos de batalla que se le suponen, brillantes con el refulgir del triunfo casi divino, y sucias y embarradas en el fragor de la batalla, bañadas en sangre, sudor y mugrienta muerte. Sin la espectacularidad que hoy en día otorgan las recreaciones digitales, aquí los asedios, batallas y combates son en cambio realistas y dolorosos, con la torpeza de movimientos propia de semejantes vestimentas de metal y cotas de malla, y con la crudeza de sus estocadas y mandoblazos por doquier. El trabajo de Bob Ringwood con las armaduras, y de Tim Hutchinson con la escenografía y la dirección de arte es casi teatral, donde prima el personaje y su efigie icónica, y los escenarios juegan a su alrededor, esquematizados incluso (como ese castillo de oro y plata, un Camelot como centro de la sabiduría y el poder más sublimado, o la cueva de Merlín, casi un escenario de feria por su simpleza), cuyo resultado es la primacía del drama y el personaje. Con todo, muchos de los interiores del castillo fueron rodados en Cahir, una de las fortalezas más grandes y mejor conservadas de Irlanda, y escenario histórico de la realidad que pudo haber dado origen al mito.
La fotografía de Alex Thomson juega con esta misma baza, siendo tenebrista cuando es necesario, o brillante y refulgente cuando precisa. Juega con las luces de igual modo para crear atmósfera, como ese final recargado dominado por un sol rojo crepuscular, testigo de la muerte de Arturo en el ocaso de su vida, con ciertos tintes asiáticos y propios de la épica de las historias de samuráis de Kurosawa (en su sublimación de la muerte), o los brillos verdes de la espada del poder cuando es invocada su magia (acompañado de un zumbido sobrenatural) y las apariciones de la dama del lago, la verdadera creadora de Excalibur, plasmadas con una belleza simple pero efectiva que retrata toda la magia del concepto literario de la historia.
Como literario resulta el montaje de la narración, casi divisible en tres actos (ascenso, auge y caída de Arturo), pausado y lírico cuando procede y épico en sus batallas cuando corre la sangre, en un río de acontecimientos donde se suceden todos los lugares comunes del mito artúrico, sin suponer por ello una sucesión de estampas preciosistas sino más bien consecuencias unos de otros, abocados a un final que no por conocer de antemano resta credibilidad y lirismo al conjunto.
La elección de actores también contribuye a este acento teatral que busca la producción. Provenientes casi todos del teatro inglés, Boorman sabe escoger a interpretes que hacen suyo el papel, quedando para la posteridad como icónicos en dichos personajes. Nicol Williamson era el único que ya estaba establecido por la producción, no elegido directamente por el director, pero tan bien encajado en el papel que es más es un maestro introductorio que una imposición primigenia. Él es Merlín, en una caracterización cínica y humorística cuando procede, pero severo y rotundo cuando debe. Es el mentor de Arturo, guía del sendero de Excalibur y verdadero observador de la historia. Su presencia se palpa incluso cuando no aparece en pantalla y su carisma resulta innegable como maestro y conductor de la trama. Nigel Terry es Arturo, desde su juventud hasta su muerte, con la curiosidad y el empuje de su personaje, y también la magnificencia de su posición de rey. Su interpretación es contenida aún en su dramaturgia más clásica, y la química con Merlín es fehaciente como alumno siempre pendiente de sus enseñanzas. Una vez que saca la espada de la piedra, no puedes ver otro intérprete haciendo de Arturo; él es Arturo. Ginebra es encarnada por Cherie Lungui, tal vez algo hierática en su ejecución, pero con lo etéreo que se le supone a su personaje, esposa de Arturo y fruto del deseo de Lancelot. No brilla (como interprete), pero cumple su papel de comparsa y centro de los acontecimientos que genera. Lancelot tiene el rostro de Nicholas Clay, como casi todo reparto poco prolijo en el cine, pero con la contumaz eficacia del guerrero a la par que el tormento romántico que le supone su deseo por la mujer de su mejor amigo. Su final envejecido y enloquecido es el resultado de su angustia, que le lleva a ser incluso contrario a los que siempre defendió, esperando su postrer momento de redención para con su rey.
En papeles secundarios se encuentran actores que luego han desarrollado sus carreras más prolíficamente, como Gabriel Byrne en un libidinoso y brutal Uther Pendragón (padre de Arturo), Helen Mirren como la fatal, malvada y ambiciosa Morgana, hermanastra de Arturo y engendradora del final de este, Patrick Stewart es Leondegrance, belicoso padre de Ginebra y primer defensor de Arturo, o Liam Neeson como Gawain, el caballero discordante de la mesa redonda. Paul Geoffrey es Perceval, el último de los caballeros fieles a Arturo, ascendido a paladín desde sus inicios como ratero, o un joven Ciaran Hinds como otro de los caballeros de Arturo. Curioso es el caso de muchos de los papeles importantes en la trama, aún con poco peso interpretativo, encarnados por la prole del propio Boorman, como son Igrayne (la madre de Arturo), Mordred (hijo de Arturo), la Dama del lago y Arturo de niño.
El resultado es la obra cumbre de John Boorman, una película que incluso hoy día sigue siendo referente de la épica en celuloide, de factura clásica aunque por ello intemporal, y una de las cotas en lo que a cine fantástico se refiere.

5 de noviembre de 2008

Quemar después de leer, épica entre idiotas en un mundo estúpido

La inteligencia es relativa, reza el cartel de la película, y que gran verdad universal. Los hermanos Coen vuelven a hacerlo, una historia que en otras manos podría haber sido un drama queda convertido en una radiografía de nuestros días que, tras ser pasada por el tamiz de los hermanos, queda la esencia de la estupidez. Y la muestran con gran inteligencia, de ahí el mérito.
Un agente de la CIA, rebotado tras lo que considera un despido injusto, se dispone a sacar los trapos sucios de la agencia de inteligencia en unas polémicas memorias. Pero la mala suerte hace que se pierda el CD con ellas y vaya a parar a las manos de dos monitores de gimnasio con ambiciones mundanas. Todo se torcerá cuando el agente no acceda a sus demandas y la cosa se complique implicando a los rusos, un agente del tesoro y un sillón consolador…
Todo es posible en las películas de los hermanos Coen, y aquí no podía ser menos. En lo que podría cerrar una trilogía sobre la levedad del idiota en un mundo hostil, aunque no menos idiota, hipotéticamente formada por Arizona Baby, El Gran Lebowski y esta Burn after Reading (que suena mejor en su título original), los Coen retratan una verbena de perdedores vitales en una trama que les supera y pone a prueba su talento y habilidad para esquivar los golpes, cosa complicada si eres un idiota.
Hago hincapié en la referencia idiota de los personajes, pero hay muy poco de eso en el resto de la cinta y la factura de la misma. Un guión redondo que no deja cabos sin atar y que no toma al espectador por tonto hace que la trama avance aparentemente por el azar de los personajes, aunque sus engranajes marchen tan bien engrasados como los de un buen reloj. Un principio y un final que cierra cada destino de los personajes, acorde a como los hemos visto evolucionar, aunque no por ellos previsible y ni por asomo convencional. Es una comedia, con tintes dramáticos, que hace reír no por las monerías del histrión de turno, sino con las armas del absurdo y el humor negro que tan bien manejan los hermanos de Minneapolis. Todo es posible desde el momento en que la mira mundial se centra en el destino de un punto de este bobo mundo.
Tiene el inconfundible “toque” Coen, con una situaciones y personajes que bien se puede reconocer como propios, y un ritmo ya desarrollado en sus anteriores cintas, con sobresaltos de explosiones de violencia que hacen avanzar la trama, y lo rocambolesco de la situación y sus consecuencias con el sello marca de la casa. La Paranoia, la trivialización de lo que supuestamente depende la seguridad mundial y la muerte conforman el zoológico humano de los que nadan en las aguas de sus egoísmos y naderías, siempre con la especia esencial del absurdo como patina de toda su existencia.
Si bien el guión no tiene fisuras y encaja como un puzzle desquiciado, la cinta no sería la misma si no fuera por un elenco en estado de gracia y cuya comicidad y dramatismo solo son distinguibles según el ángulo desde los mires.
John Malkovich es el agente despechado, un tipo cretino acomodado y aparente triunfador que esconde a un perdedor nada satisfecho con el mundo que le rodea. Piensa que se ha pasado toda la vida luchando contra la estupidez, como el mismo proclama en un acto de completo desvarío, sin haberse mirado al espejo y descubrir que no esta tan alejado de su objetivo. Tras el despecho de su despido, la escritura de sus memorias y la entrega a la etílica botella conformarán su nuevo mapa vital.
Su mujer, Tilda Swinton, una “zorra fría y calculadora”, conoce bien la verdadera naturaleza de su marido y llega a cuestionarse la propia validez de su matrimonio una vez descubre el despido de este y sus intenciones a posteriori. Ella a su vez se la pega con George Clooney, un agente del tesoro con pistola por exigencias del puesto, que no ha usado jamás (ni pretende), pero que utiliza para impresionar a las múltiples féminas con las que mantiene relaciones a través de las páginas de contactos de Internet, para satisfacer sus delirios donjuanescos. Mientras ella, que en el fondo es la más inteligente, analiza su realidad y actúa según sus intereses sin remordimiento alguno, él no es más que una víctima de su propia condición, y el resultado de la esa realidad trastocada le desquiciará por completo. La comicidad de Clooney queda fuera de duda en una actuación hilarante, sin caer en la pantomima aunque sin olvidar su naturaleza de dibujo animado
Los perdedores que ven la luz al encontrar las memorias del espía son Frances McDormand y Brad Pitt, dos monitores de gimnasio torpes, aunque entrañables, que no ven del mundo más que un par de metros por delante y que cuando quieren ver más allá, su miopía congénita les hace desvariar y jugar en una liga que les viene grande. McDormand no resalta especialmente, básicamente porque es la enésima colaboración con los Coen (no en vano es esposa de uno de ellos, Joel), y sabe perfectamente lo que quieren de ella. Pone el piloto automático, y si funciona, como es el caso, para que cambiarlo. Brad Pitt sin embargo explota en su vis cómica con un personaje redondo, alelado, casi una caricatura de si mismo que retrata con éxito y que logra la complicidad del espectador prácticamente desde su primera escena. Se ha considerado esta la mejor actuación de la película, pero lo cierto es que el nivel de todos es muy alto, y la de la Pitt es, quizá, la más pantomímica y acorde con la propia imagen que el intérprete estadounidense puede proyectar. Se ríe de sí mismo, y con ganas.
Mención especial para J.K Simmons y David Rasche, dirigentes de la CIA, que son el verbo de la mirada del espectador, y que con sus comentarios tratan de dar sentido a las vicisitudes de los protagonistas, arrancando las carcajadas más sonoras con sus descripciones de lo absurdo de la situación, y que dualmente, demuestran lo simples que pueden llegar a ser las mentes de los que dirigen los tejemanejes del mundo y la levedad de ciertas decisiones siniestras.
Es este un recurso muy inteligente de los Coen, que dejan que parte de la acción sea narrada por estos dos guías, dotándolas de un absurdo aún más desquiciado, y haciendo de estos diálogos confundidos no una mera repetición de lo visto, sino el complemento esencial para entender toda la trama, un poco liosa para el profano, aunque bien encajada una vez se ve la ilustración completa.
La pluralidad del casting es una de las señas de la película, que ya desde el cartel juega con la estética de su propia enumeración. Homenaje a la estética de Saul Bass para Hitchcock y sus películas de espías, con una estética setentera y cool, que le sienta muy bien al concepto, sin ser nada más que un adorno de estilismo.
La banda sonora de Carter Burwell acentúa esa épica de la historia, exagerando la importancia de las acciones de los protagonistas, ironizando con ello en varias ocasiones y acentuando la trascendencia de una u otra escena. Con poca entidad, quizá, en una escucha exenta, cierto es que acompaña a las imágenes como un guante de látex, en un nuevo ejercicio de montaje que demuestra de nuevo que los Coen saben muy bien como y qué historia quieren contar, utilizando las armas exactas necesarias, sin que sobre o falte nada.

17 de septiembre de 2008

La conjura de El Escorial: un quiero y no puedo de impecable envoltorio

La historia de España como imperio es en su conjunto un filón argumental cinematográfico que el cine no ha sabido todavía del todo aprovechar. Hay casos más o menos dignos, como El Dorado, de Carlos Saura, o la misma Alatriste, de Diaz Yanes, que a pesar de sus vaivenes narrativos ofrecía un fresco entretenido y subyugante de una época entre la gloria y la podredumbre. La conjura de El Escorial se situaría un paso o dos debajo de las aventuras del personaje de Pérez Reverte, siempre escogiendo bien el minuto que se contempla, porque si se toma el equivocado se sufre el riesgo de naufragar sin posibilidad de remisión.
En su argumento, las intrigas palaciegas del primer ministro del rey Felipe II, Antonio Pérez, y la enigmática Princesa de Éboli, con el problema de Flandes de fondo y el gobierno allí del hermanastro del rey, Don Juan de Austria. El secretario personal de este, Juan de Escobedo, acudirá al rey a poderle fondos para solventar la situación en los Países Bajos, pero desatará esto ambiciones y disputas, con el Duque de Alba implicado, la Iglesia y una España en su máximo esplendor como Imperio.
Las intenciones del director Antonio del Real son buenas, a pesar del aviso inicial al comienzo del film en el que parece disculparse al afirmar que se trata de una ficción basada en hechos reales. En principio, al menos honestidad se le puede atribuir, pero todo se viene abajo cuando, una vez más en su filmografía, Del Real se empeña en hacer carrera de su hija, Blanca Jara, a la que no se la puede llamar actriz, y que es precisamente la gran lacra de una cinta que, de otro modo, habría subido peldaños al menos en lo que ha calidad cinematográfica se refiere. De hecho, la dirección de actores de Del Real brilla por su ausencia, abrumado quizá por un reparto de innegable soltura y calidad, y prácticamente deja que cada uno haga su parte, lo que en la mayoría de los casos cumplen con lo prometido, aunque con cierta desgana. Con más personalidad en el plató, el resultado hubiera sido bastante diferente y posiblemente más satisfactorio.
Es en las concesiones a la galería donde los agujeros no solo son visibles, sino que se comen el conjunto final, como comentaremos más adelante, analizando ciertas escenas de juzgado de guardia.
La ambición de superproducción se descubre con su casting internacional y su rodaje en inglés para su facilidad de apertura en el mercado internacional. Jason Isaacs (villano por excelencia en muchas de sus películas, como la saga de Harry Potter o en El patriota) luce como un efectivo Antonio Pérez, intrigante y político a la vez, haciéndolo creíble y efectivo en una trama donde su conspiración más parece por las circunstancias que por ambición propia. Más culpable de esta es la princesa de Éboli, personaje que ella sola da para una buena película, encarnado por Julia Ormond, que sabe dotarla de esa arrogancia mordaz e intenciones sibilinas que necesita el personaje, aunque en ocasiones no parezca que sepa muy hacia donde se dirige su personaje, de cuyo hecho culpa tiene la muy pacata dirección de actores de Del Real y no las intenciones de la actriz. La nómina internacional se completa con el portugués Joaquim de Almeida, como el secretario Juan de Escobedo, exaltado y político de fuerte garra, con la fuerza interpretativa que suele tener el actor luso y con un resultado muy propio con el personaje, y el italiano Fabio Testi como el célebre Duque de Alba, terror militar de los Países Bajos, y que, al menos en su apariencia, parece un trasunto de Sean Connery y su elegancia innata, lo que no le resta presencia al italiano y le sitúa al menos como un digno sucesor generacional, salvando siempre las distancias. Peor parte se lleva el alemán Jürgen Prochnow, competente actor al que le toca un papel muy desdibujado y de decisiones atolondradas, como el alguacil Espinosa, culpable de la peor parte de la película, que hace lo que puede pero que no puede evitar la vía de agua que propicia el naufragio, y se limita a ser una marioneta pobremente justificativa de determinados hechos del film.
En el reparto patrio, un Juanjo Puigcorbé que borda su papel de Felipe II, rey de una España donde no se ponía el sol, irónico y cínico en ocasiones, que mantiene las oscuridades que este personaje mantiene como tradicionales en la historiografía, pero que no deja que estas eclipsen los momentos cotidianos o sus retazos humanos, como sus dolencias de gota o las relaciones con el resto de la corte. Aunque es un papel que habría dado para más, sus apariciones son de lo más brillante del film. Jordi Mollá, que precisamente encarnó a un joven Felipe II en Elizabeth: la Edad de Oro, es el religioso Mateo Vázquez, funcionario de la Secretaría Real, encargado de investigar el asesinato de Escobedo, con la solvencia habitual en el actor catalán. Rosana Pastor es la mujer de Antonio Pérez, fiel a su marido a pesar de saber de facto las infidelidades de este con la enigmática princesa de Éboli, que en su tragedia no podrá sino ser una mera espectadora, pasando incluso su papel de victima a un segundo plano. Destacan como secundarios Concha Cuetos, como dama de compañía de la princesa de Éboli, y un desprovechado Xavier Elorriaga con apenas un par de frases.
Y la gran culpable de que la cinta no despegue es Blanca Jara en un papel innecesario, muy mal definido y peor interpretado, que sirve solo como relleno y detonante débil de la acción principal, que mejor se podría haber resuelto de otra manera más sutil. Su currículo interpretativo se limita a cintas de su padre, el propio director Antonio Del Real, que parece empeñado en hacer de la muchacha una estrella, a pesar de sus nulas capacidades, y ni con calzador hace buen uso de su presencia. Hay que reconocerla sin embargo cierta capacidad, ya que ella sola es capaz de hundir una película que prometía bondades, y como saboteadora cinematográfica no tiene precio.
Hay varias escenas que, prescindiendo de ellas, ganaría enteros este intento de recreación histórica. Las dedicadas al personaje de Damiana, (la inefable Blanca Jara), de la que se enamora el alguacil Espinosa sin ninguna razón aparente que no sea el calentón de la madurez frente a sus jóvenes muslos, rodadas además de manera diferente al resto de la cinta, terriblemente cursis y abobadas, con estampas de muy dudoso gusto y que estorban más que un mono en celo en un parabrisas, cuya fotografía es horteriforme y feista en contraposición con las bellas imágenes del Monasterio de El Escorial y alrededores. Un completo despropósito el introducir esta débil historia de amor, innecesaria, lastre y cadalso sin verdugo de la película.
Menos dolorosas, aunque igualmente pegotonas, son las escenas que protagonizan el actor alemán (culpable sin quererlo de lo peor del filme, como ya hemos comentado) y el personaje encarnado por Jordi Mollá, que sin venir a cuento protagonizan un momento espadachines compadres que parecen sacados de un añejo y feliz Douglas Fairbaks (por su tono jocoso, que no por su factura), que en un momento contrito y solemne se marcan un combate mosqueteril de ciento contra dos, con score de aventuras incluido, que pega menos que un político en un confesionario. No es la horripilancia de la anterior escena romántica, pero es de otra película que no es esta.
En lo que no hay réplica es en la cuestión de la ambientación histórica y decorados, ya que tanto el vestuario, que parece sacado de la época por su fidelidad, como los escenarios de rodaje, la mayoría reales como el propio Monasterio de El Escorial (aunque realmente, por el año que comenta el inicio de la cinta, al monasterio le faltarían unos años para su total finalización, a pesar de los planos aéreos completos que nos regala el director), y sus inmediaciones, de las que sabemos que disfrutaba el rey en sus cacerías y paseos meditabundos.
Son encomiables sus intenciones didácticas, cuya señal más palpable es la voz narradora del principio y el final, que parece introducir un documental más que una película de época, los planos aereos descriptivos de los escenario reales, y la claridad de la que hace gala al describir el panorama político y escenario de las intrigas palaciegas, para que el espectador profano sepa bien en cada momento por donde discurre el camino. Pero sus cojeras dramáticas, sus concesiones baratas y las imposiciones interpretativas dejan un sabor agridulce a lo que podría haber sido un fino plato degustable, entorpecido por masticar repentinas cáscaras de huevo intrusivas que golpean fieramente los cimientos de un intento más del cine español de lucir nuestra historia, y dejar a un lado complejos atávicos y castrantes.
En otras manos, otro gallo habría cantado en la España donde no se ponía el sol.