REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

17 de septiembre de 2008

La conjura de El Escorial: un quiero y no puedo de impecable envoltorio

La historia de España como imperio es en su conjunto un filón argumental cinematográfico que el cine no ha sabido todavía del todo aprovechar. Hay casos más o menos dignos, como El Dorado, de Carlos Saura, o la misma Alatriste, de Diaz Yanes, que a pesar de sus vaivenes narrativos ofrecía un fresco entretenido y subyugante de una época entre la gloria y la podredumbre. La conjura de El Escorial se situaría un paso o dos debajo de las aventuras del personaje de Pérez Reverte, siempre escogiendo bien el minuto que se contempla, porque si se toma el equivocado se sufre el riesgo de naufragar sin posibilidad de remisión.
En su argumento, las intrigas palaciegas del primer ministro del rey Felipe II, Antonio Pérez, y la enigmática Princesa de Éboli, con el problema de Flandes de fondo y el gobierno allí del hermanastro del rey, Don Juan de Austria. El secretario personal de este, Juan de Escobedo, acudirá al rey a poderle fondos para solventar la situación en los Países Bajos, pero desatará esto ambiciones y disputas, con el Duque de Alba implicado, la Iglesia y una España en su máximo esplendor como Imperio.
Las intenciones del director Antonio del Real son buenas, a pesar del aviso inicial al comienzo del film en el que parece disculparse al afirmar que se trata de una ficción basada en hechos reales. En principio, al menos honestidad se le puede atribuir, pero todo se viene abajo cuando, una vez más en su filmografía, Del Real se empeña en hacer carrera de su hija, Blanca Jara, a la que no se la puede llamar actriz, y que es precisamente la gran lacra de una cinta que, de otro modo, habría subido peldaños al menos en lo que ha calidad cinematográfica se refiere. De hecho, la dirección de actores de Del Real brilla por su ausencia, abrumado quizá por un reparto de innegable soltura y calidad, y prácticamente deja que cada uno haga su parte, lo que en la mayoría de los casos cumplen con lo prometido, aunque con cierta desgana. Con más personalidad en el plató, el resultado hubiera sido bastante diferente y posiblemente más satisfactorio.
Es en las concesiones a la galería donde los agujeros no solo son visibles, sino que se comen el conjunto final, como comentaremos más adelante, analizando ciertas escenas de juzgado de guardia.
La ambición de superproducción se descubre con su casting internacional y su rodaje en inglés para su facilidad de apertura en el mercado internacional. Jason Isaacs (villano por excelencia en muchas de sus películas, como la saga de Harry Potter o en El patriota) luce como un efectivo Antonio Pérez, intrigante y político a la vez, haciéndolo creíble y efectivo en una trama donde su conspiración más parece por las circunstancias que por ambición propia. Más culpable de esta es la princesa de Éboli, personaje que ella sola da para una buena película, encarnado por Julia Ormond, que sabe dotarla de esa arrogancia mordaz e intenciones sibilinas que necesita el personaje, aunque en ocasiones no parezca que sepa muy hacia donde se dirige su personaje, de cuyo hecho culpa tiene la muy pacata dirección de actores de Del Real y no las intenciones de la actriz. La nómina internacional se completa con el portugués Joaquim de Almeida, como el secretario Juan de Escobedo, exaltado y político de fuerte garra, con la fuerza interpretativa que suele tener el actor luso y con un resultado muy propio con el personaje, y el italiano Fabio Testi como el célebre Duque de Alba, terror militar de los Países Bajos, y que, al menos en su apariencia, parece un trasunto de Sean Connery y su elegancia innata, lo que no le resta presencia al italiano y le sitúa al menos como un digno sucesor generacional, salvando siempre las distancias. Peor parte se lleva el alemán Jürgen Prochnow, competente actor al que le toca un papel muy desdibujado y de decisiones atolondradas, como el alguacil Espinosa, culpable de la peor parte de la película, que hace lo que puede pero que no puede evitar la vía de agua que propicia el naufragio, y se limita a ser una marioneta pobremente justificativa de determinados hechos del film.
En el reparto patrio, un Juanjo Puigcorbé que borda su papel de Felipe II, rey de una España donde no se ponía el sol, irónico y cínico en ocasiones, que mantiene las oscuridades que este personaje mantiene como tradicionales en la historiografía, pero que no deja que estas eclipsen los momentos cotidianos o sus retazos humanos, como sus dolencias de gota o las relaciones con el resto de la corte. Aunque es un papel que habría dado para más, sus apariciones son de lo más brillante del film. Jordi Mollá, que precisamente encarnó a un joven Felipe II en Elizabeth: la Edad de Oro, es el religioso Mateo Vázquez, funcionario de la Secretaría Real, encargado de investigar el asesinato de Escobedo, con la solvencia habitual en el actor catalán. Rosana Pastor es la mujer de Antonio Pérez, fiel a su marido a pesar de saber de facto las infidelidades de este con la enigmática princesa de Éboli, que en su tragedia no podrá sino ser una mera espectadora, pasando incluso su papel de victima a un segundo plano. Destacan como secundarios Concha Cuetos, como dama de compañía de la princesa de Éboli, y un desprovechado Xavier Elorriaga con apenas un par de frases.
Y la gran culpable de que la cinta no despegue es Blanca Jara en un papel innecesario, muy mal definido y peor interpretado, que sirve solo como relleno y detonante débil de la acción principal, que mejor se podría haber resuelto de otra manera más sutil. Su currículo interpretativo se limita a cintas de su padre, el propio director Antonio Del Real, que parece empeñado en hacer de la muchacha una estrella, a pesar de sus nulas capacidades, y ni con calzador hace buen uso de su presencia. Hay que reconocerla sin embargo cierta capacidad, ya que ella sola es capaz de hundir una película que prometía bondades, y como saboteadora cinematográfica no tiene precio.
Hay varias escenas que, prescindiendo de ellas, ganaría enteros este intento de recreación histórica. Las dedicadas al personaje de Damiana, (la inefable Blanca Jara), de la que se enamora el alguacil Espinosa sin ninguna razón aparente que no sea el calentón de la madurez frente a sus jóvenes muslos, rodadas además de manera diferente al resto de la cinta, terriblemente cursis y abobadas, con estampas de muy dudoso gusto y que estorban más que un mono en celo en un parabrisas, cuya fotografía es horteriforme y feista en contraposición con las bellas imágenes del Monasterio de El Escorial y alrededores. Un completo despropósito el introducir esta débil historia de amor, innecesaria, lastre y cadalso sin verdugo de la película.
Menos dolorosas, aunque igualmente pegotonas, son las escenas que protagonizan el actor alemán (culpable sin quererlo de lo peor del filme, como ya hemos comentado) y el personaje encarnado por Jordi Mollá, que sin venir a cuento protagonizan un momento espadachines compadres que parecen sacados de un añejo y feliz Douglas Fairbaks (por su tono jocoso, que no por su factura), que en un momento contrito y solemne se marcan un combate mosqueteril de ciento contra dos, con score de aventuras incluido, que pega menos que un político en un confesionario. No es la horripilancia de la anterior escena romántica, pero es de otra película que no es esta.
En lo que no hay réplica es en la cuestión de la ambientación histórica y decorados, ya que tanto el vestuario, que parece sacado de la época por su fidelidad, como los escenarios de rodaje, la mayoría reales como el propio Monasterio de El Escorial (aunque realmente, por el año que comenta el inicio de la cinta, al monasterio le faltarían unos años para su total finalización, a pesar de los planos aéreos completos que nos regala el director), y sus inmediaciones, de las que sabemos que disfrutaba el rey en sus cacerías y paseos meditabundos.
Son encomiables sus intenciones didácticas, cuya señal más palpable es la voz narradora del principio y el final, que parece introducir un documental más que una película de época, los planos aereos descriptivos de los escenario reales, y la claridad de la que hace gala al describir el panorama político y escenario de las intrigas palaciegas, para que el espectador profano sepa bien en cada momento por donde discurre el camino. Pero sus cojeras dramáticas, sus concesiones baratas y las imposiciones interpretativas dejan un sabor agridulce a lo que podría haber sido un fino plato degustable, entorpecido por masticar repentinas cáscaras de huevo intrusivas que golpean fieramente los cimientos de un intento más del cine español de lucir nuestra historia, y dejar a un lado complejos atávicos y castrantes.
En otras manos, otro gallo habría cantado en la España donde no se ponía el sol.

5 de septiembre de 2008

Astérix, el galo: totalmente un cómic animado

De la primera adaptación a la pantalla de la obra magna de Goscinny y Uderzo puede decirse una cosa segura: fidelidad. En su hora y pico de duración se adapta el primer álbum de la serie de aventuras del pequeño y astuto galo con un respeto absoluto a la historieta original, prácticamente sin variaciones de guión y con un dibujo que calca el espejo de papel en el que se mira. Hecho que, tras su segunda aventura, Astérix y Cleopatra, no volverá a ocurrir, recurriendo a la condensación de álbumes en un mismo hilo narrativo (La sorpresa del César), la creación de nuevas aventuras (Las doce pruebas de Astérix), o el despropósito conceptual de su traslación a imagen real, solo resaltable la asombrosa identificación del actor Gerard Depardieu con el personaje y físico del buenazo de Obélix, pareciendo que ha saltado directamente de las viñetas.
Dirigida por Ray Goznes en 1967 en un estudio de animación de Bruselas (del que no recuerdo el nombre), y a pesar de hacerse sin la colaboración implícita de René Goscinny y Albert Uderzo, los creadores del comic original, Astérix el galo mantiene la intención de ser altamente fiel al material original con todo lo que ello implica. Por supuesto, Bruselas no era los estudios Disney, y si por esta época los estadounidenses habían alcanzado un nivel de calidad y excelencia que no volverían a alcanzar jamás, la animación de Astérix es en comparación algo tosca y simplista. No en vano, en origen se trató de un producto televisivo que según avanzaba en la producción vieron las posibilidades que ofrecía su estreno en cines, y de ahí sus medios no demasiado boyantes. Cierto es que va muy bien con el tipo de aventura, y que así tenemos ya en mente, y que hay que tener en cuenta época, medios y estilo, pero en un análisis objetivo desprovisto de nostalgia comiquera se pueden comprobar las carencias en las técnicas empleadas.
Y es este quizá el único agujero que hace mella en esta pequeña joyita de la animación europea, ya que respecto a todo lo demás mantiene bien firme su vigencia y su poder de fascinación a niños y adultos seguidores del las aventuras galas en las páginas originales. Una historia y un guión que no toma a los niños por tontos y que sabe mantener un interés casi constante por saber que les va a acontecer a nuestros amigos irreductibles es la principal baza de una cinta que poco a envejecido con respecto a muchos productos mucho más modernos en su factura, o la sobresaturación de animación por ordenador que de un tiempo a esta parte invade nuestras pantallas, solo pendientes de la excelencia técnica y ajenas a lo que realmente hace inmortal este tipo de obras: la historia que cuentan.
El argumento, sobradamente conocido, versa cuando en el año 50 a.C. una aldea gala se resiste a la guerra invasiva de Julio César, rodeada de campamentos romanos, gracias a la poción mágica que les prepara su druida y que les otorga habilidades y fuerza sobrehumanos. Una ofensiva romana para averiguar el secreto de su fuerza culmina con la captura de Panoramix, el druida de la aldea, y con Astérix dejándose capturar para liberarlo. Los romanos sabrán entonces el verdadero significado de la resistencia gala.
Con una trama, al igual que en el comic, eminentemente iniciática y algo sujeta a las convenciones que esta contingencia requiere (la presentación de personajes), es curioso como en esta aventura Obélix tiene un papel prácticamente secundario (tanto en el film como en el cómic original), y se obvian otros personajes. El resto, como Aseranceturix el Bardo, o el jefe de la aldea Abraracurcix, están practicamente definidos, pero no definitivos (no lo estaban en el comic), que paulatinamente irán tomando su importancia en posteriores entregas.
Aventuras y humor se dan la mano sin dejar de resplandecer unos toques de épica, a pesar de las bromas y gangs visuales que han marcado época. Cierto es que se pierden, como ocurrirá con el resto de entregas cinematográficas animadas de las aventuras del dicharachero galo, ciertos guiños históricos y bromas de doble fondo críticas con determinados aspectos de la vida moderna y que enriquecen el conjunto final en sus páginas, con cameos de personalidades célebres del momento, siendo mucho más virtuosa su representación por el lápiz de Uderzo según avanza en los álbumes.
Una mención especial para la música, obra de Gérard Calvi, donde se incluye el tema de Astérix, aquel que aparece durante la presentación y que el propio personaje tararea en alguna ocasión durante el metraje, y que solo se volverá a repetir en la siguiente aventura de los galos, Astérix y Cleopatra. Amen de alguna canción más, es en la segunda aventura donde se lucirá más el compositor francés, ya que en el segundo titulo, destinado ya directamente para cine, hay más canciones y más elaboradas, emulando la tradición Disney de convertir sus cintas casi en musicales (y eso que el comic original fue una respuesta mordaz a la cursilería del creador de Mickey Mouse, según sus propios autores).
En el doblaje, nota curiosa es que en su versión inglesa, el shakesperiano actor Brian Blessed (vinculado al mundo romano desde su encarnación de Augusto en la serie Yo, Claudio), presta su voz al líder romano Caius Bonnus, ambicioso pretor romano que desea para sí la gloría de la poción mágica para su más desmedida pasión por Roma. En su versión en castellano, clásicos del doblaje patrio como son Miguel Ángel Valdivieso (voz habitual en las primeras obras de Woody Allen, o de Jerry Lewis y Mickey Rooney, o el difícilmente soportable robot Johnny 5 de Cortocircuito), Vicens Manuel Doménech o Joaquín Díaz (voz de Bilbo Bolsón en la reciente trilogía de El Señor de los Anillos).
Una película que a los niños absorberá y probablemente los incite a seguir sus aventuras en las viñetas (de las que disponen de más de 30 álbumes, y con visos de seguir aumentando a pesar de la longevidad de su dibujante, Uderzo, con 82 años, y la desaparición de su guionista original, Goscinny, en 1977), y que a los mayores no decepcionará, y menos a los que pertenecemos a esa generación que creció disfrutando de sus aventuras y que nos volvimos irreductibles, ahora y siempre, al invasor.