REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

18 de abril de 2008

El Amanecer de los muertos, más allá del banquete de entrañas

Muy pocas veces el remake tiene realmente algo que decir, porque lo habitual en Hollywoodland es repetir la formula, “adaptada a los nuevos tiempos”, y habitualmente, defecarse en la memoria del original. Pero existen esas pocas veces, tales como El Cabo del miedo, de Scorsese, Ben-Hur, de William Wyler, o incluso La Cosa, de John Carpenter. La única excusa válida del remake es la de ampliar, mejorar, o al menos remozar originalmente una propuesta anterior, sin caer en el copieteo barato o la infrahumanización de la película originaria.
La primera película del estimable Zack Snyder (director de 300, y de la próxima Watchmen), es de los pocos casos donde un remake no solo está justificado, sino que el producto final no digo que supere (no he visto la original, aunque seguramente así lo haga), sino que profundiza, actualiza, y convierte una película de zombies en algo más que gente podrida comiéndose a otros y persecuciones de miembros amputados.
Evidentemente, de eso no falta, con una factura espléndida y dosificando los momentos gore cuando deben estar, dosis adecuadas de sustos (y algunos muy conseguidos), pero sin caer en la escatología barata, dejando parte del terror donde debe estar, dentro de la imaginación del espectador, pero dando los toques necesarios de sorpresa, descomposición de carne y espíritu, y llegando a límites que no pensábamos descubrir (como el desasosegante bebé zombie).
Con un comienzo abrupto, pero con toques de realismo, gracias a esos retazos de informativos donde se inicia la crítica de carga social indiscriminada (analogías del despertar de los zombies con disturbios de todo tipo, por todo el mundo, con escenas de miles de congregados rezando, o retazos en zonas de guerra donde los soldados son atacados por infectados hambrientos), y unos títulos de crédito donde se nos anuncia mediante una muy adecuada canción de Johnny Cash (When a man comes around), la declaración de intenciones del film: carga social, zombies, búsqueda de realismo, y humor negro. Porque una de las cosas que hace grande esta película son los toques de humor negro, que aunque descargan la tensión del momento para hacer descansar al espectador, realmente muestran la verdadera naturaleza del ser humano y su lucha contra el pesimismo de una situación evidentemente perdida.
Con un uso muy inteligente de la elipsis y las imágenes subliminales (rostros de zombie en primer plano en los títulos como flashes repentinos), Zinder aprovecha las posibilidades visuales que le brinda una situación de caos tal, donde nada es como debiera ser, y todo lo conocido y coherente se ha derrumbado o ha desaparecido. Ese plano con zoom inverso, cuando el personaje de Sarah Polley huye en su coche tras un despertar ajetreado, y vamos descubriendo la magnitud del desastre con accidentes que se suceden a su paso, siendo testigo de escenas desesperadas, y finalizando en el choque lógico de alguien que conduce con ese estado de nervios.
Otro gran acierto, que ayuda a crear esa sensación de realismo que hace la película más desasosegante, es el uso de la televisión y los videos caseros, a menudo utilizados en retazos y cortes intermitentes, que te hacen dejar los ojos pegados a la pantalla. Y es muy inteligente además, ya que se trata de un recurso que funciona igual de bien en el cine, que en la tranquilidad del hogar en la pantalla de la televisión. Los telediarios entrecortados, las imágenes que parecen reportajes de guerra donde repentinamente irrumpen los zombies, o incluso el video personal de Andy, el personaje superviviente de la armería, en el que podemos ver el deterioro de su personalidad y su caída a los abismos de la locura (video que no veremos en la película, sino entre los extras en DVD de la película, junto a una narración más lineal de uno de los telediarios).
Prácticamente de la noche a la mañana, el mundo despierta dominado por los muertos vivientes, ya que “cuando no quede sitio en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra”, y un grupo de supervivientes se encierra en un centro comercial, único reducto donde un simulacro de su vida anterior se mantiene con la estabilidad de un castillo de naipes. Aquí, cuando van llegando los grupos, se encuentran con los vigilantes atrincherados, que en su delirio, defienden su plaza con principios fascistas y contraproducentes, al estar a punto de acabar con los supervivientes antes que con los propios zombies. Y es que aunque el peligro global sea tan evidente, la mayoría de los seres humanos preferirán matarse entre ellos antes que colaborar juntos para enfrentarse a la situación. Pesimista, pero realista y crítica como la vida misma.
Poco a poco van llegando pequeños grupos de gente que consigue escapar de los mordiscos caníbales de los antropófagos descerebrados, lo que nos abre un abanico de personajes, cada cual con su actitud frente al desastre, cada uno siendo un espejo del espectador, con lo que no resulta difícil hallar a alguno que el que nos identifiquemos. El esperanzado aunque perdedor, el cínico, el duro, el obsesionado, y así hasta conformar un mosaico humano donde vemos lo mejor y lo peor del último reducto de la humanidad.
El centro comercial se convierte en el templo del consumismo, que a la postre resulta ser el único espejismo de vida normal, una isla en el mar del caos con los días contados, y un lugar donde aplazar lo inevitable, con la sombra del fracaso planeando como un buitre voraz e impaciente. Es cuando suben a la azotea cuando se encuentran con un panorama global, y una pequeña señal de esperanza. Los muertos vivientes se agolpan poco a poco alrededor del edificio, deambulando sabiendo que allí hay carne fresca, pero sin saber como entrar ni como actuar, formando una marea de descompuestos con todo el tiempo del mundo, esperando que llegue su inminente festín carnívoro. Y a la vez, en una armería cercana, un tipo sobrevive encerrado y disparando como un francotirador paródico desde su pequeña azotea. Cuando ambos grupos se avistan, surge un lazo entre ellos, comunicándose con carteles y animándose con consuelos de papel de fumar (por los finos y fácilmente rompibles).
Inician aquí un juego realmente negro, en el que los unos le indican al otro que dispare a zombies con parecidos de famosos, demostrando su agudeza visual a unos asombrados espectadores cada vez más cerca de la locura. Esa hermandad espontanea, además de un alivio de tensión, juega con la relación filial creada por la distancia, que se torna en autentica preocupación cuando al solitario se le acaban los víveres, y la desesperación mermará su cinismo típicamente yanqui sureño. El intento de rescate con perro incluido (aquí los zombies no comen animales), dará una falsa esperanza que desembocará en lo inevitable.
La resolución les llevará a idear un plan de huida hasta la costa, con intención de escapar del horror y averiguar si el resto del mundo está igual. Nunca se explica claramente el origen de ese virus, o se trata de una maldición, o una plaga; ahí reside su fuerza, su característica imparable e incomprensible, donde lo único seguro es que todo el mundo ordenado ha sido derrumbado y el caos reina por doquier. A diferencia de las películas clásicas de George Romero, autor de la película original, aquí los zombies son extremadamente ágiles y rápidos, cercanos a bestias feroces (más cerca de los infectados, que no zombies, de 28 días después). Esto ha sido motivo de discusión por los más puristas del género, pero su renovación se hacía muy necesaria, y es cierto que el peligro que causan estos hiperactivos zombies es más acongojante que los clásicos lentos, y sin embargo inexorables.
Con una huida antológica en autocares tuneados (con la mayor densidad de zombies por metro cuadrado jamás vista en una película del género), el final no se hace esperar y resulta como solo puede ser en una situación así. Desesperanza y mucha carne podrida.
El equilibrio entre terror y humor negro que comentábamos antes es uno de los aciertos de la cinta, montada con un ritmo que no decae, solo interrumpido por alguna decisión no justificada por parte de algún personaje, pero coherente en su conjunto, y aprovechando casi al máximo las herramientas propias del género. Hay planos muy sugerentes y secuencias que ya indican por donde van los derroteros de un realizador que está demostrando que hay que seguirle muy de cerca, con una identidad visual propia, y capaz de hacer suyos ciertos convencionalismos que, bien utilizados, son la etiqueta inequívoca para contentar a los fans de este tipo de películas, pero que no solo no desentonan, sino que enriquecen y redondean un conjunto brillante y notable, que bien puede ser apreciado por el espectador profano.

Ya con el elenco de protagonistas se sientan ciertas bases, como la elección de Sarah Polley como el personaje que nos introduce en la historia y que más claro parece pensar (a pesar de quizá admitir demasiado rápido la situación, tras un comienzo que volvería loco a cualquiera). Musa de películas más intimistas y siempre alejada de fantasías, su aporte hace que veamos la situación más cercana, más posible, y por ello más desestabilizante para nuestra cordura. Ving Rhames como el policía duro que actúa según sus principios, aunque siempre sea de los primeros en colaborar y ayudar a la mayoría, aunque en un principio solo piense en reunirse con su hermano en una base militar supuestamente a salvo, entelequia del orden al que se acogen como su última esperanza. Mekhi Phifer, junto a Inna Korobkina, son un matrimonio perplejo, aunque con ansias de vivir, que sufren la mayor locura cuando ella, embarazada, es infectada, y lejos de hacer lo convenido por la mayoría, el marido la encierra y atará, para hacer todo lo posible por salvar a su futuro retoño, pasando por encima de todos los demás y de la cordura misma, dando como resultado la mayor aberración del filme, y el momento más desesperanzador de este cuento moral. Jake Weber será el único que vea salvación en muchos momentos, a pesar de considerarse un perdedor nato en su vida normal, optimista con recursos, pero víctima como todos de un final anunciado. En total, son 16 los supervivientes que llegan a atrincherarse en el centro comercial, cada uno con un aspecto de las reacciones humanas ante una catástrofe. Aunque al final solo habrá una única verdad para todos: su inminente extinción.
La versión original de Romero era la segunda entrega de su saga de muertos vivientes, y aunque escasa en medios, fue la que realmente sentó las bases del cine de zombies, superando incluso a su predecesora, y con la carga crítica siempre como bandera, por encima de su fascinación gore. En esta nueva versión se mantiene el argumento en lo básico, cambiando personajes y situaciones, hasta el punto de que casi son dos películas distintas con un punto de arranque común, lo que enriquece aún más su condición de remake. Con todo, hay numerosos guiños a su modelo, lo que no hace sino demostrar el gran respeto que se siente hacía el creador de todo un subgénero del cine moderno. Hasta Tom Savini, el encargado de los efectos especiales de la película original y zombie ocasional, tiene un cameo en una entrevista televisiva que ven los protagonistas, como un sheriff de gatillo fácil que describe como deshacerse de los muertos andantes, irónicamente siendo él uno de sus artífices originales. Varios nombres de tiendas hacen referencia a protagonistas de la versión anterior, como Gaylen Ross, y guiños en frases exactas pronunciadas tal cual en su versión original.
Como diferencias principales, aparte de la agilidad extrema de los zombies, el proceso de infección (más rápido aquí, cuestión de minutos o segundos, que en la original, que podía llevar días), y tal vez el origen, aquí algo parecido a un virus, allí simplemente se levantan los muertos de sus tumbas. Lo cierto es que cada una es hija de su tiempo, con su carga crítica y su estilo al plasmar la historia, y aunque esta versión de 2004 es en ciertos momentos casi más una película de acción, lo cierto es que es una muy estimable película de terror, poco habitual la carga crítica y su imaginativa factura, y disfrutable incluso por los no habituales del género.

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