Convertida hoy en día en un signo inequívoco de que la semana santa esta cerca (o incluso nadando en ella sin que te hayas dado cuenta), lo cierto es que en su día poder contemplar Ben-Hur en una gigantesca pantalla panorámica (de las primeras producciones en rodarse en Cinemascope) debió ser toda una experiencia más allá de misticismos cristianos, y más cercano si acaso a los paganos terrenos celestiales del celuloide más épico y evasivo. Y es que aún con la carga religiosa que se quiere siempre achacar, lo cierto es que esta es más tangente de lo que parece, presentándonos en realidad una cinta de aventuras de ambientación histórica, donde la consecución del héroe y sus vicisitudes son más importantes que el mensaje cristiano, que aunque presente sutilmente, es más claro en el inicio y final del periplo.
Por que la primera escena es nada más y nada menos que una representación preciosista (y más cercana a la imaginería barroca que a los postulados históricos) del nacimiento de Jesús, con su portal de Belén, sus Reyes Magos, y sus pastores anunciados. Y aunque al final vivimos como de refilón ciertas escenas básicas de la Pasión, con crucifixión invitando a los créditos finales, pasamos por momentos en lo que se hace patente que la bondad de Judah Ben-Hur es fruto de estos encuentros esporádicos (cuando es prisionero y Jesús le tiende un cuenco con agua, o durante el Vía Crucis, donde Ben-Hur a la sazón le devuelve el gesto) con un Jesús al que nunca vemos el rostro, tal vez por mantener el misticismo del momento. Pero lo cierto es que el resto es pura aventura.
Aventura, toques de melodrama, denuncia histórica, pero siempre desde una perspectiva épica y apabulladora, que sin embargo esconde momentos intimistas realmente perturbadores, que son la guía sentimental de la historia y sus consecuencias, con tintes moralizantes (como es propio en la época).
La amistad del judío Ben-Hur (un eterno Charlton Heston en su papel definitivo) con el romano Messala (Stephen Boyd, de mirada inquisitiva e inundada de odio si es necesario) parece inquebrantable y cimentada por el simple amor filial, dejando de lado que uno es un príncipe judío en un país conquistado por el imperio romano, del que el otro es gobernador y militar emérito. Lo que parecen llevar bien, pronto se tuerce por motivos políticos y oportunidades aprovechadas, cuando una teja cae accidentalmente de una terraza de la casa de Hur, justo al pasar una comitiva triunfante romana. Tomado como un acto terrorista de inmediato, Messala no duda en juzgar y condenar sin dilación al que era su mejor amigo (de hecho a su madre y hermana, pero este se presta en su lugar), y envía al destierro a su antes querido amigo, confinándole en el calabozo y más tarde a galeras, y destrozando la vida de su familia y prometida.
Ben-Hur, sobreviviente nato, sobrevivirá a un naufragio, salvará la vida a un alto militar romano que le adoptará y concederá valores romanos, y se enfrentará en el circo máximo en carrera de cuadrigas a su antiguo amigo, cada vez más encarnizado en acabar con él personalmente. La búsqueda posterior de su madre y hermana leprosas por parte de Judah (encarnadas por Martha Scott y Cathy O’Donell) le llevará hasta esos momentos finales de la Crucifixión, el milagro de la curación de su madre y hermana, y a tratar de recomponer una vida desmontada por la ambición de un amigo. Solo la que será la prometida de Judah, Irene (Haya Harareet), sabrá y llevará la carga de cuidar de la madre y hermana de Judah, leprosas y recluidas en una zona solo para esos enfermos, y a las que Judah daba por muertas.
Basada en una novela original de Lewis Wallace, general norteamericano, en 1880, y donde en sus páginas el mensaje religioso es más acentuado, acertada fue la labor del guionista Kart Tunberg de minimizarlo (aunque siempre manteniéndose en la estela propia de las producciones de la época), primando el espectáculo de acción y aventura que tan bien ha permanecido en nuestras retinas. Con una dirección firme y casi artesanal de William Wyler, funcional y aprovechadora de las ventajas del nuevo formato Cinemascope y dotando a la cinta de un ritmo bien dosificado a pesar de sus casi cuatro horas, la película te mantiene pendiente de las aventuras de Judah, sus vicisitudes y ambiciones, hasta ser partícipes de la carrera jamás mejor representada en una pantalla de cine, como es la de cuadrigas de veinte minutos de duración. Con la fuerza de los látigos de Messala haciendo trampas en la carrera, y los trompicones tan realistas de los choques, saltos y demás peligros de la pista, esta escena ha pasado a los anales de la historia del cine por absoluto derecho propio.
Cierto es que hay momentos más lentos, donde la introspección que pone de manifiesto las verdaderas motivaciones de Ben-Hur ralentizan un poco la marcha, pero pronto aparece una escena subyugante que te introduce en la historia, como la magnífica ambientación de las galeras, donde la magnífica banda sonora de Miklos Rozsa se funde con los tambores que marcan el ritmo de los remeros, o el desfile de entrada en Roma con el general que le ha adoptado tras salvarle la vida. En ese momento Ben-Hur es convertido en ciudadano romano, pero sus convicciones no entienden de religiones y él solo desea vengarse del hombre que le ha destrozado la vida.
La figura del padre adoptivo no estará solo representada a través del general romano, Quinto Arrio, interpretado con contrición por Jack Hawkins, atormentado por la perdida de su hijo y que llena su vacío con la protección de Judah, sino también por la figura del jeque Ilderim, un Hugh Griffith en estado de gracia, con un personaje de pinceladas cómicas (para aliviar la tensión de la historia) pero que ayudará a Ben-Hur de la mejor manera que sabe, proporcionándole el instrumento con el que obtendrá su ansiada venganza, los mejores y más fuertes caballos para la carrera de cuadrigas en la que se enfrentará a su antes mejor amigo y ahora enemigo encarnizado.
Para hacerse una idea de los números de esta superproducción (la más cara de su época con 15 millones de dólares, aunque al poco superada por Cleopatra), para construir el circo máximo donde se desarrolla la carrera (inspirado en el original circo máximo de Antioquia, antaño provincia romana) fue necesario un año de trabajo, y tres meses para rodarla. El resultado es el testimonio de la escena, todavía hoy no superada y sabiendo que prácticamente todo lo que aparece en pantalla es real. Una escena donde el único sonido es el ensordecedor ruido de los caballos cabalgando con todas sus fuerzas, las ruedas entrechocando, el clamor del público, los chasquidos del látigo de Messala y los carros destrozándose al caer. Estamos en 1959, y el aturdimiento en las salas cautivó al respetable durante años.
Tras la carrera, donde Messala cae y es arrastrado por su propio carro, quedando destrozado y moribundo, esté realizará su último acto diabólico contra Judah, rebelándole que la madre y hermana que daba por muertas están en realidad vivas, aunque condenada por la lepra. Después, morirá sabiendo que el último estoque ha sido suyo, y que la venganza de Judah nunca será plena por la magnitud de sus actos. La impotencia de Ben-Hur es manifiesta, e inmediatamente iniciará esa búsqueda más vital aún que la venganza.
Durante casi 40 años, Ben-Hur fue la película que más premios Oscar acaparó, 11 galardones, solo igualada más tarde por Titanic y El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey. Pero independientemente de la ristra de premios, que realmente valoró más una nueva forma de hacer cine, una forma donde el espectáculo era apabullador y cada vez era más la capacidad del celuloide de convertirse en el entretenimiento máximo, Ben-Hur es un capítulo indispensable de la historia (inició del género Peplum, que tanto auge tuvo durante toda la década siguiente), algo infravalorada por sus hoy continuos pases televisivos y por su, un tanto equívoca, etiqueta de “película bíblica”, pero inevitablemente CINE con mayúsculas.
Por que la primera escena es nada más y nada menos que una representación preciosista (y más cercana a la imaginería barroca que a los postulados históricos) del nacimiento de Jesús, con su portal de Belén, sus Reyes Magos, y sus pastores anunciados. Y aunque al final vivimos como de refilón ciertas escenas básicas de la Pasión, con crucifixión invitando a los créditos finales, pasamos por momentos en lo que se hace patente que la bondad de Judah Ben-Hur es fruto de estos encuentros esporádicos (cuando es prisionero y Jesús le tiende un cuenco con agua, o durante el Vía Crucis, donde Ben-Hur a la sazón le devuelve el gesto) con un Jesús al que nunca vemos el rostro, tal vez por mantener el misticismo del momento. Pero lo cierto es que el resto es pura aventura.
Aventura, toques de melodrama, denuncia histórica, pero siempre desde una perspectiva épica y apabulladora, que sin embargo esconde momentos intimistas realmente perturbadores, que son la guía sentimental de la historia y sus consecuencias, con tintes moralizantes (como es propio en la época).
La amistad del judío Ben-Hur (un eterno Charlton Heston en su papel definitivo) con el romano Messala (Stephen Boyd, de mirada inquisitiva e inundada de odio si es necesario) parece inquebrantable y cimentada por el simple amor filial, dejando de lado que uno es un príncipe judío en un país conquistado por el imperio romano, del que el otro es gobernador y militar emérito. Lo que parecen llevar bien, pronto se tuerce por motivos políticos y oportunidades aprovechadas, cuando una teja cae accidentalmente de una terraza de la casa de Hur, justo al pasar una comitiva triunfante romana. Tomado como un acto terrorista de inmediato, Messala no duda en juzgar y condenar sin dilación al que era su mejor amigo (de hecho a su madre y hermana, pero este se presta en su lugar), y envía al destierro a su antes querido amigo, confinándole en el calabozo y más tarde a galeras, y destrozando la vida de su familia y prometida.
Ben-Hur, sobreviviente nato, sobrevivirá a un naufragio, salvará la vida a un alto militar romano que le adoptará y concederá valores romanos, y se enfrentará en el circo máximo en carrera de cuadrigas a su antiguo amigo, cada vez más encarnizado en acabar con él personalmente. La búsqueda posterior de su madre y hermana leprosas por parte de Judah (encarnadas por Martha Scott y Cathy O’Donell) le llevará hasta esos momentos finales de la Crucifixión, el milagro de la curación de su madre y hermana, y a tratar de recomponer una vida desmontada por la ambición de un amigo. Solo la que será la prometida de Judah, Irene (Haya Harareet), sabrá y llevará la carga de cuidar de la madre y hermana de Judah, leprosas y recluidas en una zona solo para esos enfermos, y a las que Judah daba por muertas.
Basada en una novela original de Lewis Wallace, general norteamericano, en 1880, y donde en sus páginas el mensaje religioso es más acentuado, acertada fue la labor del guionista Kart Tunberg de minimizarlo (aunque siempre manteniéndose en la estela propia de las producciones de la época), primando el espectáculo de acción y aventura que tan bien ha permanecido en nuestras retinas. Con una dirección firme y casi artesanal de William Wyler, funcional y aprovechadora de las ventajas del nuevo formato Cinemascope y dotando a la cinta de un ritmo bien dosificado a pesar de sus casi cuatro horas, la película te mantiene pendiente de las aventuras de Judah, sus vicisitudes y ambiciones, hasta ser partícipes de la carrera jamás mejor representada en una pantalla de cine, como es la de cuadrigas de veinte minutos de duración. Con la fuerza de los látigos de Messala haciendo trampas en la carrera, y los trompicones tan realistas de los choques, saltos y demás peligros de la pista, esta escena ha pasado a los anales de la historia del cine por absoluto derecho propio.
Cierto es que hay momentos más lentos, donde la introspección que pone de manifiesto las verdaderas motivaciones de Ben-Hur ralentizan un poco la marcha, pero pronto aparece una escena subyugante que te introduce en la historia, como la magnífica ambientación de las galeras, donde la magnífica banda sonora de Miklos Rozsa se funde con los tambores que marcan el ritmo de los remeros, o el desfile de entrada en Roma con el general que le ha adoptado tras salvarle la vida. En ese momento Ben-Hur es convertido en ciudadano romano, pero sus convicciones no entienden de religiones y él solo desea vengarse del hombre que le ha destrozado la vida.
La figura del padre adoptivo no estará solo representada a través del general romano, Quinto Arrio, interpretado con contrición por Jack Hawkins, atormentado por la perdida de su hijo y que llena su vacío con la protección de Judah, sino también por la figura del jeque Ilderim, un Hugh Griffith en estado de gracia, con un personaje de pinceladas cómicas (para aliviar la tensión de la historia) pero que ayudará a Ben-Hur de la mejor manera que sabe, proporcionándole el instrumento con el que obtendrá su ansiada venganza, los mejores y más fuertes caballos para la carrera de cuadrigas en la que se enfrentará a su antes mejor amigo y ahora enemigo encarnizado.
Para hacerse una idea de los números de esta superproducción (la más cara de su época con 15 millones de dólares, aunque al poco superada por Cleopatra), para construir el circo máximo donde se desarrolla la carrera (inspirado en el original circo máximo de Antioquia, antaño provincia romana) fue necesario un año de trabajo, y tres meses para rodarla. El resultado es el testimonio de la escena, todavía hoy no superada y sabiendo que prácticamente todo lo que aparece en pantalla es real. Una escena donde el único sonido es el ensordecedor ruido de los caballos cabalgando con todas sus fuerzas, las ruedas entrechocando, el clamor del público, los chasquidos del látigo de Messala y los carros destrozándose al caer. Estamos en 1959, y el aturdimiento en las salas cautivó al respetable durante años.
Tras la carrera, donde Messala cae y es arrastrado por su propio carro, quedando destrozado y moribundo, esté realizará su último acto diabólico contra Judah, rebelándole que la madre y hermana que daba por muertas están en realidad vivas, aunque condenada por la lepra. Después, morirá sabiendo que el último estoque ha sido suyo, y que la venganza de Judah nunca será plena por la magnitud de sus actos. La impotencia de Ben-Hur es manifiesta, e inmediatamente iniciará esa búsqueda más vital aún que la venganza.
Durante casi 40 años, Ben-Hur fue la película que más premios Oscar acaparó, 11 galardones, solo igualada más tarde por Titanic y El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey. Pero independientemente de la ristra de premios, que realmente valoró más una nueva forma de hacer cine, una forma donde el espectáculo era apabullador y cada vez era más la capacidad del celuloide de convertirse en el entretenimiento máximo, Ben-Hur es un capítulo indispensable de la historia (inició del género Peplum, que tanto auge tuvo durante toda la década siguiente), algo infravalorada por sus hoy continuos pases televisivos y por su, un tanto equívoca, etiqueta de “película bíblica”, pero inevitablemente CINE con mayúsculas.
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