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29 de enero de 2008

La Zingara y los Monstruos, como Fuenteovejuna, todos a una

Como un templo del cine de terror más primigenio, la Universal nos regaló los clásicos indiscutibles durante los años 30 y venideros, cuando se hizo con los derechos de Drácula, Frankenstein, El Hombre Lobo, La Momia, El Hombre invisible, etc., lanzando a velocidad de crucero al Olimpo de los mitos a Bela Lugosi, Boris Karloff, Lon Chaney Jr, Lionell Attwin, Basil Rathbone, etc.
Una vez que todos ellos despegaron, decidieron que el filón todavía podía explotarse hasta que echase humo, y se pusieron manos a la obra, unas veces con más suerte que otras. La Novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935, de James Whale) llegó a superar a su predecesora, completando magistralmente la adaptación del relato integro de Mary Shelley, pero otras como La Hija de Drácula (Dracula’s daugther, 1936, de Lambert Hillyer) son tan malillas e inconsistentes como entrañables e imprescindibles para el buen seguidor de las criaturas de la noche en blanco y negro.
La que nos ocupa es fruto de la tercera generación. Después de las secuelas, y de dos o tres más según los casos, llegó la hora de nuevos alicientes, y como en las ensaladas, cuanto más ingredientes mejor. En este caso, se optó por… (redoble de tambores), Drácula!, El Hombre Lobo!, El monstruo de Frankenstein!, Un científico loco!, y un jorobado!. Nada más y nada menos que cinco monstruos juntos en una película, que finalmente se titulo House of Frankenstein (cuya criatura es la que menos aparece, por cierto), y que en nuestra piel de toro vino a llamarse La Zíngara y los monstruos (¿Por qué no me sorprende ya lo de las traducciones?).
Aunque evidencia una escasez evidente en presupuesto para efectos especiales, y un guión escrito con buenas intenciones aunque tembloroso cual flan, supera con creces al engendro con la misma premisa que fue Van Helsing (Stephen Sommers, 2004), en todos los sentidos, pero no vamos a entrar al trapo, ya que sería un juego muy fácil. La Zíngara y los Monstruos, dirigida por Erle C. Kenton, no deja de ser una excusa para unir a toda la familia con una leve premisa argumental, en algún caso con una conexión ínfima, pero con un resultado final divertido y con algún hallazgo interesante, fruto de una dirección artesanal y poco original, pero efectiva y consecuente con el estilo Universal.
A grandes rasgos, el argumento gira en torno a la huida de un sanatorio carcelario del doctor Niemann (genial, como siempre, Boris Karloff) y su ayudante jorobado, para llegar al derruido castillo de Frankenstein, donde Niemann pretende rescatar los archivos del doctor que creó al monstruo y perfeccionar su técnica de intercambio de cerebros. Por el camino toparán con un circo de los horrores ambulante que transporta el esqueleto del Conde Drácula inmovilizado con una estaca en donde se hallaba su corazón, y con una zíngara (la del título, suponemos), de la que se enamora el jorobado. Al llegar al castillo, encontrarán congelados en la galería subterránea al monstruo de Frankenstein y a Larry Talbot, el célebre Hombre Lobo, del que se enamorará la Zíngara, provocando los celos del jorobado. Y con todo, la cosa funciona como película.
Karloff cumple su cometido y se ve que disfruta, con multitud de guiños cuando se le menciona el monstruo de Frankenstein o se encara a él, ya que fue precisamente con este papel con el que se hizo célebre el actor inglés. En un momento de gran belleza lírica, Karloff mira al monstruo atado a una camilla erguida (interpretado por Glenn Strange) y muestra su comprensión a su sufrimiento como el que él mismo ha sufrido, en un ejercicio de metalenguaje en el que se cierra el círculo de la interpretación, el creado se vuelve creador, y el vínculo entre realidad cinematográfica y sueño de celuloide es más fino e indivisible que nunca.
El Drácula de John Carradine es posiblemente la encarnación que más cerca está de la descripción que hace Stoker en la obra primigenia, pero en este caso no pasa de amenaza de humo, siendo el primero en caer, aunque eso sí, en una escena de una fotografía hermosa y muy bien medida, con un sol que surge entre las montañas mientras el conde se arrastra a su ataúd presto a convertirse de nuevo en esqueleto pelado. Aún breve, el magnetismo de Carradine es innegable, y su aparición queda en la retina, si bien es cierto que es donde más adolece el guión del conjunto, ya que su presencia es gratuita y sin ninguna relación con el conjunto. Pero debía aparecer en la reunión, claro.
El Hombre Lobo de Chaney (el hijo del célebre hombre de las mil caras) es como el resto de sus apariciones en otros títulos. Por momentos parece incluso el protagonista de la cinta, pero su falta de carisma y sus pocos registros interpretativos no dan para mucho, con lo que al final caerá con la misma desidia con la que surge (instantes después de ser descongelado al principio, aparecerá charlando con las manos en los bolsillos como si nada). Con todo, Chaney es Chaney, e incluso con su falta de magnetismo, el tipo queda bien y no podía ser otro el que lo interpretara.
El jorobado es J. Carroll Naish, que cumple con su cometido de ayudante engendro del científico loco, aunque en este caso con su corazoncito, siendo finalmente el héroe incomprendido de la historia, primero enamorado, luego humillado por los celos, y finalmente solitario arrojado al abismo de los monstruos caídos.
Y el monstruo de Frankenstein está ahí por que su nombre está en el título, pero es el menos relevante por mucho que decida el destino final del doctor loco en las procelosas arenas movedizas de los dioses y monstruos. Interpretado por Glenn Strange, no es la primera vez que lo encarnaría ni la última, y aunque no transmite todo el abanico de emociones del que era capaz Karloff a pesar del heretismo del personaje, no es la peor encarnación en celuloide de la criatura, y entró a formar parte del selecto club de intérpretes del personaje.
El resto del casting es acertado y cumple su cometido, como el papelillo para el gran Lionel Atwill, constante en varias producciones de la Universal de la época, y la Zíngara, que en momentos recuerda a Paulette Godard en Tiempos Modernos, simpática y asustadiza según convenga.
Aunque denostada por muchos críticos, La Zíngara y los Monstruos es una entrega muy reseñable en la lista de títulos de terror de los años cuarenta, un canto de cisne en las postrimerías del esplendor de los monstruos clásicos de los treinta, donde todo gira en torno al maestro de ceremonias Karloff (con una primera aparición en escena que recuerda a su propio monstruo, estrangulando a un guardia de su prisión), desatado y contenido a la vez en un espectáculo de tornillos en cuellos, pies peludos y jorobas inquietas.
El brillo de estas películas nunca perderá su lustre.

1 comentario:

Fray Guillermo dijo...

Excelente reseña. Solo he echado en falta mencionar que esta película podría considerarse una pseudo-secuela de Frankenstein y el Hombre Lobo, lo que otorgaría a la trama algo más de credibilidad en algunos puntos, y hundiéndola en otros, como esa aparición de Chaney jr. planchadito y recién peinado después de haber sido descongelado, máxime después de la violenta lucha final que mantuvo con la criatura de Frankenstein en la anterior cinta, y que debería haber reducido su ropa a jirones. Pero, ya se sabe, estas películas hay que verlas con ojos de espectador de la época, mucho menos quisquilloso que el actual.