REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

7 de mayo de 2008

Antes del amanecer, Antes del atardecer. La sublimación del instante, y su recuerdo.

Un cruce de miradas en un viaje solitario. Es el instante perfecto en el que todas las posibilidades parecen bailar delante de los ojos, y todo parece decirse desde lo más profundo de las pupilas. Una sonrisa se dibuja tímidamente, y condensadamente, algo dentro vibra con la intensidad que solo la energía concentrada de un instante de deseo puede producir. Si el azar, la valentía, o el aire que sopla en ese momento, propician el inicio verbal, lo que va después forma parte del sueño, el momento mágico tan eterno en el corazón y sin embargo tan efímero en el reloj. Solo una noche, y toda una vida para recordarlo.
Antes del Amanecer es la plasmación de esa situación, idealizada, edulcorada tal vez, pero como todos los buenos sueños, no quieres que se acabe y salga el sol para iluminar la realidad, bañar de luz el despertar y las calles de Viena, la gente saliendo de sus casas para ir al trabajo o iniciar un día mas en su rutina, mientras tus ojos empiezan a cerrarse con la convicción de que cuando vuelvan a abrirse no serás la misma persona.
Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) viajan en el mismo tren, camino a Viena, él para tomar allí un avión de vuelta a Estados Unidos, ella para proseguir su regreso a casa en Paris. Una discusión de una pareja propicia que ella se cambie de sitio, y se coloque enfrente de él, mientras leen cansinamente, y ven volver a la pareja mal avenida que cruzan el vagón. Esto les da una excusa para cruzar las miradas, sonreírse en un gesto de perplejidad cómplice, y seguir leyendo. Pero el viaje ya ha cambiado de vías. Jesse comenta lo esperpénticos que resultan la pareja, y Celine le secunda. Y la conversación no ha hecho sino nacer.
En un momento de improvisación, él le propone acompañarle mientras espera toda la noche en Viena a su vuelo que saldrá por la mañana, y así charlar, conocerse… ligársela, al fin y al cabo. Y ella acepta.
Aquí empieza lo que nunca nos hemos atrevido, en un fluido nuevo viaje, esta vez al interior de sus corazones, anhelos, miedos y esas cosas que solo pueden comunicarse cuando dos dedos se rozan y no dejan pasar el aire entre ellos, diciendo todo lo que con la mirada se había insinuado. Una intimidad desnuda que solo el amor puede propiciar, aunque solo sea por un instante, una noche. Jesse da el primer paso, y aunque al principio quiere tomar el papel de ligoncete chulillo, cuando note que lo que siente no es solo un bulto en los pantalones, sino una conexión más intima, profunda, se desarmará y temblara ante el primer beso, cuando realmente ambos se dejen de roles y poses, y solo piensen en ellos, las calles iluminadas de Viena, una galería reducida pero variopinta de comparsas ocasionales, como la pareja teatrera y estrambótica, la pitonisa repentina o el poeta de los canales y su batido, que los acompañarán sin saberlo en la noche de sus vidas, para acabar mirándose en una fuente, con el agua manando como la vida fluye, y sus corazones conectados por las poderosas cuerdas de los ojos de sus almas.
Pero al salir el sol, la realidad alumbra sus cuerpos suspirantes con la severidad imparable del tiempo que pasa, y se impone el mundo real sobre el sueño. Él debe coger su vuelo, y ella ha de seguir su regreso a casa, y la separación se hace insoportable y sin embargo inevitable. Poco antes de que el tren arranque, deciden volver a verse en ese andén en seis meses. No se dan los teléfonos ni direcciones, mal aconsejados por su propia percepción reflejada en la pareja que discutía al principio de la cinta, con una visión del amor como algo efímero que se corrompe con el tiempo, y negándose la posibilidad de explorar su tiempo juntos. Su propia inexperiencia basada en la teoría cínica y decadente de finales de siglo XX de que nada dura para siempre les impide prolongar lo que sus suspiros les están pidiendo a gritos. Ellos mismos se cierran las puertas, y lo dejan todo en manos de un destino caprichoso y un azar de base muy débil. El tren arranca, el avión despega, y la noche anterior entra lentamente en el terreno de los sueños, mientras el futuro, cruel, juega sus cartas con la certeza insoldable del que las reparte. Mientras, antes de los títulos de crédito, Viena se queda sola, sus rincones compartidos permanecen solitarios e iluminados por un sol ya brillante y firmemente real. Todo vuelve a lo habitual, pero ellos ya están marcados.
Jesse es Ethan Hawke y Celine es Julie Delpy. Y no podía ser de otra manera, ya que no solo sostienen la película prácticamente ellos solos con su conversación, con una química que pocas veces se da en la pantalla. Él, en las postrimerías de su look generacional post Generación X y Reality Bites, haciendo ver que hay mucho más bajo esa apariencia desmañada y cínica. Y ella con la dulzura idealizada que podía esperarse de una joven parisina, pero igualmente bajada a la tierra, sin perder por ello ese halo mágico que desprende a lo largo de toda la cinta. Ellos dos no podían haber sido interpretados por otros, y lo saben, luciéndose entre ellos y para el espectador.
Richard Linklater firma aquí una de sus mejores películas, son brisas influenciantes de la Nouvelle Vague y una puesta en escena sobria, pero que confía, acertadamente, en la química entre los actores y el tercer personaje que los acoge, esa Viena mágica, iluminada y poseedora de rincones y lugares cálidos donde los dos amantes puedan vivir su noche, su única noche, con una fotografía preciosista pero sin caer en ñoñerias, en una ciudad en la que parece imposible no enamorarse.
No es por capricho que el director haya escogido un periplo europeo y una ciudad tan romántica como la ciudad bañada por el Danubio. Ese aire europeo que se respira que tan bien sienta a la historia es parte de la esencia de la película, que acompañado a la frescura de la mirada admiradora del americano, dota al conjunto de una experiencia ensoñadora casi mística, de exaltación del amor y su más pura concepción, sin rémoras de experiencias pasadas o perjuicios de cualquier tipo. Dos personas, sin conocerse, vivirán una noche inolvidable donde solo importarán ellos como personas, sus dos almas unidas en un abrazo efímero, pero con una huella para el futuro imborrable.

Y en ese futuro está la continuación. En Antes del atardecer, nueve años después, Linklater vuelve a reunir a Jesse y Celine, tras esa noche inolvidable y que ha marcado con fuego sus corazones, para darles una segunda oportunidad a dos almas hechas la una para la otra. Jesse está en París presentando su última novela, donde precisamente relata aquella noche casi diez años atrás, y al finalizar su charla en una pequeña librería, ve al fondo a Celine, a la que nunca ha olvidado, y se sonríen. Al salir, se saludan, con dos besos en la mejilla, y aún tímidos al principio, pues ha pasado mucho tiempo y cada uno tiene su vida más o menos estructurada, poco a poco vuelve a surgir la chispa de aquella noche en Viena, y esta segunda oportunidad hará tambalear la misma realidad que hace una década les hizo despertarse de una noche onírica, y que ahora se torna tan frágil y rompible precisamente por ese mismo sueño.
En la tradición de Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch, donde comprobamos el paso del tiempo en la historia de una pareja rodada con varios años de separación entre una parte y otra, y con los mismos actores trascendiendo la frontera de la actuación y la identificación con sus roles, Linklater rueda este segundo encuentro, también marcado por el azar, con París esta vez como ciudad-tercer personaje, pero con la pequeña amargura latente de la sensación de perdida de tiempo y de una juventud desperdiciada por un error de soberbia. Perdieron el contacto, no hubo tal reunión seis mese después de la noche en Viena, y ahora son dos adultos desencantados con sus propios sentimientos. Ella no puede mantener una relación más de un tiempo pequeño, y se refugia en un romance casi inexistente con un ausente fotógrafo de guerra, siendo presa de su propia cáscara de protección. Él esta casado y tiene un hijo, y aunque parece perfecto e ideal, su relación se basa más en la necesidad, en una devoción comprensible por su hijo, pero con una idea del amor rutinaria, desapasionada y gris. Ella es la más malparada, con su brújula vital perdida y desimantada, y él mantiene ese toque cínico, aunque esta vez con la patina de la amargura, con el éxito de su novela, si, pero esta no es más que el recuerdo de la noche vienesa, y acaso es más una autoterapia que una esperanza para el futuro. Ambos se encuentran justo en el último momento de redención, se topan con una segunda oportunidad que daban completamente por perdida, y aunque esta vez la realidad vuelve a ser el verdugo de una pasión interrumpida, la experiencia del tiempo perdido les dará una nueva perspectiva de la situación.
Solo tienen unas horas por delante, hasta que salga el avión de Jesse de regreso a Nueva York, e incluso este tiene un chofer pendiente de llevarlo a tiempo para seguir la gira de promoción de su libro, pero no desistirán en charlar y mirarse a lo más profundo de sus almas.
Ahora es una tarde en París, un París que incluso Celine redescubrirá, para acabar en su apartamento, mientras ella le canta una canción que compuso precisamente con la noche vienesa como tema. Cada uno ha exorcizado el momento como solo saben, un libro o una canción. Pero el tiempo pasa mientras ella baila al ritmo de Nina Simone, y la hora de facturar en el aeropuerto esta cada vez más cercana. Celine, bailando e imitando a la diva, le dice a Jesse. “Nene, vas a perder tu avión”. “Lo se”, responde él, mientras se ríe y la mira bailar, justo antes del fundido en negro y los títulos de crédito. Aquí no hay planos de París, no hay regreso a la realidad. Aquí ellos han cambiado la realidad, o al menos la puerta abierta en la imaginación del espectador permite fantasear con ello. Ya perdieron una oportunidad, no van a permitir otra vez perder su pasión, ahora no les importa la concepción del nada dura para siempre, simplemente se quieren y desean estar juntos. Esta vez el momento mágico no tiene porqué terminar.
La base sigue siendo los diálogos entre estos dos personajes, con un ritmo propio basado en sus reacciones y como se desnudan metafóricamente el uno al otro. Cada película no dura más de una hora y media, cosa lógica tratándose de diálogos entre dos personajes, escritos con solvencia, ternura y espontaneidad, y unos interpretes que los hacen suyos, en las que son posiblemente las mejores actuaciones de ambos, en las que a veces parecen estar simplemente viviendo delante de la cámara. Linklater filma sus dos obras más intimistas, donde a pesar de las influencias patentes de Un hombre y una mujer, o Breve encuentro, de David Lean, crea un conjunto propio que con el tiempo ha devenido en espejo generacional.
Una historia de amor sin artificios, fácilmente identificable con algún momento de nuestras azarosas vidas, y que nos permite soñar despiertos con lo que hemos tenido, o lo que hemos podido tener.

1 comentario:

L o r e . . . dijo...

Creo que no he leido mejor descripción de la temática profunda de estas dos películas, que están rodeadas por esa magia indescriptible del amor...
Un abrazo cariñoso