Excalibur, de John Boorman, es la leyenda en imágenes. Alejándose de concesiones al público, de falsos artificios cinematográficos, o de compra/venta de vanidades fuera de lugar. Todo en esta película rezuma a mito clásico transmitido de boca a boca, de historia atemporal fuera de todo jucio moral o histórico. Por que está hecha de la materia de la que se hacen los sueños.
Rodada en 1981, Excalibur retrata la leyenda del rey Arturo, de la espada mágica homónima, del mago Merlín, y de los caballeros de la mesa redonda y su búsqueda del Grial. Y lo hace de manera clásica, atemporal, asemejándose más a una obra de teatro clásica que a una representación histórica del hecho. No hay coordenadas temporales, ya que se ubica en las edades oscuras, sin determinar año ni siglo, y con una estética que, si bien se ubica en la edad media, esta es idealizada y estilizada a tal como puede ser una representación idílica de un cantar de gestas de caballeros enfundados en sus armaduras y donde criaturas mágicas cámpan a sus anchas. Juega con un realismo mágico que crea una atmosfera narrativa idónea, jugando con esos elementos mágicos que comentábamos, como la alquimia y los hechizos, pero la mayor parte de las veces con una representación realista de lo que se comenta. Merlín hace alusión constante al dragón, su poder y su aliento, cuando no vemos tal animal en ningún momento, su aliento es la niebla y su poder son las criaturas de la naturaleza que pueblan los bosques nocturnos. Es entonces una magia mística y ancestral con la que juegan Merlín y Morgana, aún con resultados fehacientes y desencadenantes en la acción.
El guión escrito por Rospo Pallenberg (y John Boorman) toma como base el clásico La Muerte de Arturo, de Sir Thomas Mallory, y en un ejercicio de síntesis magistral, lo reduce a una síntesis con ese aroma shakesperiano de las historias clásicas, donde nada de lo que ocurre es gratuito, y el análisis del ser humano y sus situaciones son los protagonistas de epopeyas grandiosas y ejemplizantes. Podría ser una obra de teatro del dramaturgo inglés, y eso se nota es su matiz de obra atemporal y eterna, sin pillarse los dedos con datos históricos pero profuso en detalles propios de la leyenda.
En esa síntesis se eliminan prácticamente todas las referencias cristianas del texto original, minimizándolas a retazos básicos (como el telar de fondo durante la boda de Arturo y Ginebra, o el inavitable paralelismo con sus 12 caballeros fieles), o el monje que custodia la espada clavada en la piedra. De hecho, toma más referencias célticas y las amolda a la historia, más propias de hecho con la sublimación de región británica del mito en si mismo, como el propio monje (más cercano a un druida), o el Grial, que lejos de adaptar el mito del santo grial cristiano, adopta las peculiaridades del caldero mágico de la simbología céltica. Toda la magia de Merlín, así como las referencias a su propia religión en sus diálogos, toman esas referencias célticas como un rango de la tierra britana donde se desarrolla la historia, o como la utilización de círculos monolíticos en momentos concretos de la historia.
Bien se nota que Boorman tomó las riendas de la producción cuando vio perdidas todas las posibilidades de obtener los derechos para adaptar al cine El Señor de los Anillos (hecho que poco antes había llevado a cabo Ralph Bakshi en animación, sin terminar la gesta). Sin duda Peter Jackson tomó mucho más tarde referencias para su adaptación de la obra de Tolkien en esta Excalibur, ya que han sido muchos los cineastas influenciados por la mejor representación de los mitos artúricos. Las ideas y conceptos épicos, medievalizaciones idealizadas y personajes iniciaticos pueden ser comunes a ambos mitos literarios.
Si tuviéramos que escoger las referencias básicas a la hora de afrontar Excalibur, tomaríamos tres ingredientes base para un plato de fino gusto: el drama de Shakespeare, el mito de El Anillo de los Nibelungos, y Richard Wagner. Y no es casual la relación entre estos dos últimos, ya que las referencias germanas no se quedan en la embarcación de las valkirias que se llevan a Arturo a Avalón tras su muerte, sino que la obra del autor alemán flota sobre su espíritu, siendo más patente en las escenas que de hecho toman fragmentos de la opera germana. La épica grandilocuente y unos personajes bigger than life, que navegan por aguas mitológicas y onomatopéyicas. En la banda sonora, a parte de Wagner, se toman los primeros acordes de la primera pieza de Carmina Burana, así como la música original de Trevor Jones, que no desentona entre las obras clásicas escogidas, con sus danzas medievales llenas de sugerencia y primigenio barbarismo. Imposible ya separar las imágenes de un Arturo revivido y sus caballeros cabalgando entre almendros floridos mientras los coros de O Fortuna nos sumergen en una épica mayestática, en un momento álgido de esa medievalización idealizada a la que nos referíamos. El funeral de Sigfrido, de la opera El anillo de los Nibelungos, de Wagner, sirve de tema de Arturo, sonando en el principio de la película, introduciéndonos en este mundo salvaje y brutal, pero a la vez magnífico y germinal, así como en el propio funeral y muerte del rey britano, ensalzando el conjunto de la obra a la altura de la ópera fundacional y eterna.
En la producción artística, el rigor histórico es supeditado a la idealización, con esas armaduras imposibles más cercanas a la fantasía heroica que a los pertrechos prácticos de batalla que se le suponen, brillantes con el refulgir del triunfo casi divino, y sucias y embarradas en el fragor de la batalla, bañadas en sangre, sudor y mugrienta muerte. Sin la espectacularidad que hoy en día otorgan las recreaciones digitales, aquí los asedios, batallas y combates son en cambio realistas y dolorosos, con la torpeza de movimientos propia de semejantes vestimentas de metal y cotas de malla, y con la crudeza de sus estocadas y mandoblazos por doquier. El trabajo de Bob Ringwood con las armaduras, y de Tim Hutchinson con la escenografía y la dirección de arte es casi teatral, donde prima el personaje y su efigie icónica, y los escenarios juegan a su alrededor, esquematizados incluso (como ese castillo de oro y plata, un Camelot como centro de la sabiduría y el poder más sublimado, o la cueva de Merlín, casi un escenario de feria por su simpleza), cuyo resultado es la primacía del drama y el personaje. Con todo, muchos de los interiores del castillo fueron rodados en Cahir, una de las fortalezas más grandes y mejor conservadas de Irlanda, y escenario histórico de la realidad que pudo haber dado origen al mito.
La fotografía de Alex Thomson juega con esta misma baza, siendo tenebrista cuando es necesario, o brillante y refulgente cuando precisa. Juega con las luces de igual modo para crear atmósfera, como ese final recargado dominado por un sol rojo crepuscular, testigo de la muerte de Arturo en el ocaso de su vida, con ciertos tintes asiáticos y propios de la épica de las historias de samuráis de Kurosawa (en su sublimación de la muerte), o los brillos verdes de la espada del poder cuando es invocada su magia (acompañado de un zumbido sobrenatural) y las apariciones de la dama del lago, la verdadera creadora de Excalibur, plasmadas con una belleza simple pero efectiva que retrata toda la magia del concepto literario de la historia.
Como literario resulta el montaje de la narración, casi divisible en tres actos (ascenso, auge y caída de Arturo), pausado y lírico cuando procede y épico en sus batallas cuando corre la sangre, en un río de acontecimientos donde se suceden todos los lugares comunes del mito artúrico, sin suponer por ello una sucesión de estampas preciosistas sino más bien consecuencias unos de otros, abocados a un final que no por conocer de antemano resta credibilidad y lirismo al conjunto.
La elección de actores también contribuye a este acento teatral que busca la producción. Provenientes casi todos del teatro inglés, Boorman sabe escoger a interpretes que hacen suyo el papel, quedando para la posteridad como icónicos en dichos personajes. Nicol Williamson era el único que ya estaba establecido por la producción, no elegido directamente por el director, pero tan bien encajado en el papel que es más es un maestro introductorio que una imposición primigenia. Él es Merlín, en una caracterización cínica y humorística cuando procede, pero severo y rotundo cuando debe. Es el mentor de Arturo, guía del sendero de Excalibur y verdadero observador de la historia. Su presencia se palpa incluso cuando no aparece en pantalla y su carisma resulta innegable como maestro y conductor de la trama. Nigel Terry es Arturo, desde su juventud hasta su muerte, con la curiosidad y el empuje de su personaje, y también la magnificencia de su posición de rey. Su interpretación es contenida aún en su dramaturgia más clásica, y la química con Merlín es fehaciente como alumno siempre pendiente de sus enseñanzas. Una vez que saca la espada de la piedra, no puedes ver otro intérprete haciendo de Arturo; él es Arturo. Ginebra es encarnada por Cherie Lungui, tal vez algo hierática en su ejecución, pero con lo etéreo que se le supone a su personaje, esposa de Arturo y fruto del deseo de Lancelot. No brilla (como interprete), pero cumple su papel de comparsa y centro de los acontecimientos que genera. Lancelot tiene el rostro de Nicholas Clay, como casi todo reparto poco prolijo en el cine, pero con la contumaz eficacia del guerrero a la par que el tormento romántico que le supone su deseo por la mujer de su mejor amigo. Su final envejecido y enloquecido es el resultado de su angustia, que le lleva a ser incluso contrario a los que siempre defendió, esperando su postrer momento de redención para con su rey.
En papeles secundarios se encuentran actores que luego han desarrollado sus carreras más prolíficamente, como Gabriel Byrne en un libidinoso y brutal Uther Pendragón (padre de Arturo), Helen Mirren como la fatal, malvada y ambiciosa Morgana, hermanastra de Arturo y engendradora del final de este, Patrick Stewart es Leondegrance, belicoso padre de Ginebra y primer defensor de Arturo, o Liam Neeson como Gawain, el caballero discordante de la mesa redonda. Paul Geoffrey es Perceval, el último de los caballeros fieles a Arturo, ascendido a paladín desde sus inicios como ratero, o un joven Ciaran Hinds como otro de los caballeros de Arturo. Curioso es el caso de muchos de los papeles importantes en la trama, aún con poco peso interpretativo, encarnados por la prole del propio Boorman, como son Igrayne (la madre de Arturo), Mordred (hijo de Arturo), la Dama del lago y Arturo de niño.
El resultado es la obra cumbre de John Boorman, una película que incluso hoy día sigue siendo referente de la épica en celuloide, de factura clásica aunque por ello intemporal, y una de las cotas en lo que a cine fantástico se refiere.
El guión escrito por Rospo Pallenberg (y John Boorman) toma como base el clásico La Muerte de Arturo, de Sir Thomas Mallory, y en un ejercicio de síntesis magistral, lo reduce a una síntesis con ese aroma shakesperiano de las historias clásicas, donde nada de lo que ocurre es gratuito, y el análisis del ser humano y sus situaciones son los protagonistas de epopeyas grandiosas y ejemplizantes. Podría ser una obra de teatro del dramaturgo inglés, y eso se nota es su matiz de obra atemporal y eterna, sin pillarse los dedos con datos históricos pero profuso en detalles propios de la leyenda.
En esa síntesis se eliminan prácticamente todas las referencias cristianas del texto original, minimizándolas a retazos básicos (como el telar de fondo durante la boda de Arturo y Ginebra, o el inavitable paralelismo con sus 12 caballeros fieles), o el monje que custodia la espada clavada en la piedra. De hecho, toma más referencias célticas y las amolda a la historia, más propias de hecho con la sublimación de región británica del mito en si mismo, como el propio monje (más cercano a un druida), o el Grial, que lejos de adaptar el mito del santo grial cristiano, adopta las peculiaridades del caldero mágico de la simbología céltica. Toda la magia de Merlín, así como las referencias a su propia religión en sus diálogos, toman esas referencias célticas como un rango de la tierra britana donde se desarrolla la historia, o como la utilización de círculos monolíticos en momentos concretos de la historia.
Bien se nota que Boorman tomó las riendas de la producción cuando vio perdidas todas las posibilidades de obtener los derechos para adaptar al cine El Señor de los Anillos (hecho que poco antes había llevado a cabo Ralph Bakshi en animación, sin terminar la gesta). Sin duda Peter Jackson tomó mucho más tarde referencias para su adaptación de la obra de Tolkien en esta Excalibur, ya que han sido muchos los cineastas influenciados por la mejor representación de los mitos artúricos. Las ideas y conceptos épicos, medievalizaciones idealizadas y personajes iniciaticos pueden ser comunes a ambos mitos literarios.
Si tuviéramos que escoger las referencias básicas a la hora de afrontar Excalibur, tomaríamos tres ingredientes base para un plato de fino gusto: el drama de Shakespeare, el mito de El Anillo de los Nibelungos, y Richard Wagner. Y no es casual la relación entre estos dos últimos, ya que las referencias germanas no se quedan en la embarcación de las valkirias que se llevan a Arturo a Avalón tras su muerte, sino que la obra del autor alemán flota sobre su espíritu, siendo más patente en las escenas que de hecho toman fragmentos de la opera germana. La épica grandilocuente y unos personajes bigger than life, que navegan por aguas mitológicas y onomatopéyicas. En la banda sonora, a parte de Wagner, se toman los primeros acordes de la primera pieza de Carmina Burana, así como la música original de Trevor Jones, que no desentona entre las obras clásicas escogidas, con sus danzas medievales llenas de sugerencia y primigenio barbarismo. Imposible ya separar las imágenes de un Arturo revivido y sus caballeros cabalgando entre almendros floridos mientras los coros de O Fortuna nos sumergen en una épica mayestática, en un momento álgido de esa medievalización idealizada a la que nos referíamos. El funeral de Sigfrido, de la opera El anillo de los Nibelungos, de Wagner, sirve de tema de Arturo, sonando en el principio de la película, introduciéndonos en este mundo salvaje y brutal, pero a la vez magnífico y germinal, así como en el propio funeral y muerte del rey britano, ensalzando el conjunto de la obra a la altura de la ópera fundacional y eterna.
En la producción artística, el rigor histórico es supeditado a la idealización, con esas armaduras imposibles más cercanas a la fantasía heroica que a los pertrechos prácticos de batalla que se le suponen, brillantes con el refulgir del triunfo casi divino, y sucias y embarradas en el fragor de la batalla, bañadas en sangre, sudor y mugrienta muerte. Sin la espectacularidad que hoy en día otorgan las recreaciones digitales, aquí los asedios, batallas y combates son en cambio realistas y dolorosos, con la torpeza de movimientos propia de semejantes vestimentas de metal y cotas de malla, y con la crudeza de sus estocadas y mandoblazos por doquier. El trabajo de Bob Ringwood con las armaduras, y de Tim Hutchinson con la escenografía y la dirección de arte es casi teatral, donde prima el personaje y su efigie icónica, y los escenarios juegan a su alrededor, esquematizados incluso (como ese castillo de oro y plata, un Camelot como centro de la sabiduría y el poder más sublimado, o la cueva de Merlín, casi un escenario de feria por su simpleza), cuyo resultado es la primacía del drama y el personaje. Con todo, muchos de los interiores del castillo fueron rodados en Cahir, una de las fortalezas más grandes y mejor conservadas de Irlanda, y escenario histórico de la realidad que pudo haber dado origen al mito.
La fotografía de Alex Thomson juega con esta misma baza, siendo tenebrista cuando es necesario, o brillante y refulgente cuando precisa. Juega con las luces de igual modo para crear atmósfera, como ese final recargado dominado por un sol rojo crepuscular, testigo de la muerte de Arturo en el ocaso de su vida, con ciertos tintes asiáticos y propios de la épica de las historias de samuráis de Kurosawa (en su sublimación de la muerte), o los brillos verdes de la espada del poder cuando es invocada su magia (acompañado de un zumbido sobrenatural) y las apariciones de la dama del lago, la verdadera creadora de Excalibur, plasmadas con una belleza simple pero efectiva que retrata toda la magia del concepto literario de la historia.
Como literario resulta el montaje de la narración, casi divisible en tres actos (ascenso, auge y caída de Arturo), pausado y lírico cuando procede y épico en sus batallas cuando corre la sangre, en un río de acontecimientos donde se suceden todos los lugares comunes del mito artúrico, sin suponer por ello una sucesión de estampas preciosistas sino más bien consecuencias unos de otros, abocados a un final que no por conocer de antemano resta credibilidad y lirismo al conjunto.
La elección de actores también contribuye a este acento teatral que busca la producción. Provenientes casi todos del teatro inglés, Boorman sabe escoger a interpretes que hacen suyo el papel, quedando para la posteridad como icónicos en dichos personajes. Nicol Williamson era el único que ya estaba establecido por la producción, no elegido directamente por el director, pero tan bien encajado en el papel que es más es un maestro introductorio que una imposición primigenia. Él es Merlín, en una caracterización cínica y humorística cuando procede, pero severo y rotundo cuando debe. Es el mentor de Arturo, guía del sendero de Excalibur y verdadero observador de la historia. Su presencia se palpa incluso cuando no aparece en pantalla y su carisma resulta innegable como maestro y conductor de la trama. Nigel Terry es Arturo, desde su juventud hasta su muerte, con la curiosidad y el empuje de su personaje, y también la magnificencia de su posición de rey. Su interpretación es contenida aún en su dramaturgia más clásica, y la química con Merlín es fehaciente como alumno siempre pendiente de sus enseñanzas. Una vez que saca la espada de la piedra, no puedes ver otro intérprete haciendo de Arturo; él es Arturo. Ginebra es encarnada por Cherie Lungui, tal vez algo hierática en su ejecución, pero con lo etéreo que se le supone a su personaje, esposa de Arturo y fruto del deseo de Lancelot. No brilla (como interprete), pero cumple su papel de comparsa y centro de los acontecimientos que genera. Lancelot tiene el rostro de Nicholas Clay, como casi todo reparto poco prolijo en el cine, pero con la contumaz eficacia del guerrero a la par que el tormento romántico que le supone su deseo por la mujer de su mejor amigo. Su final envejecido y enloquecido es el resultado de su angustia, que le lleva a ser incluso contrario a los que siempre defendió, esperando su postrer momento de redención para con su rey.
En papeles secundarios se encuentran actores que luego han desarrollado sus carreras más prolíficamente, como Gabriel Byrne en un libidinoso y brutal Uther Pendragón (padre de Arturo), Helen Mirren como la fatal, malvada y ambiciosa Morgana, hermanastra de Arturo y engendradora del final de este, Patrick Stewart es Leondegrance, belicoso padre de Ginebra y primer defensor de Arturo, o Liam Neeson como Gawain, el caballero discordante de la mesa redonda. Paul Geoffrey es Perceval, el último de los caballeros fieles a Arturo, ascendido a paladín desde sus inicios como ratero, o un joven Ciaran Hinds como otro de los caballeros de Arturo. Curioso es el caso de muchos de los papeles importantes en la trama, aún con poco peso interpretativo, encarnados por la prole del propio Boorman, como son Igrayne (la madre de Arturo), Mordred (hijo de Arturo), la Dama del lago y Arturo de niño.
El resultado es la obra cumbre de John Boorman, una película que incluso hoy día sigue siendo referente de la épica en celuloide, de factura clásica aunque por ello intemporal, y una de las cotas en lo que a cine fantástico se refiere.