REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

3 de marzo de 2008

Con la muerte en los talones, o la precisión de Alfred el Relojero

Pocas películas hay en las que prácticamente todo lo que aparece en pantalla tenga un porqué, o al menos tenga una justificación más que viable en la trama que sigue el film. Pero menos aún en las que lo que ocurre siga los estrictos cánones del absurdo, y siga siendo coherente con el conjunto.
Con la muerte en los talones (o en su título original Al norte por el noroeste [North by Northwest], que debe ser sinónimo para los desneuralizados traductores de títulos de película de nuestra piel de toro), es uno de esos ejemplos, del casi siempre genial Alfred Hitchcock. Un publicista (Cary Grant) es confundido con un importante espía, lo que desencadenará una serie de acontecimientos que pondrán en jaque su límite de la supervivencia a cada vuelta de la esquina. Por el camino se enamorará de una bella desconocida (Eve Marie Saint), que resultara ser la novia del tipo que intenta matarlo a toda costa (James Mason).
Curiosa es la génesis del guión, en la que el guionista Ernest Lehman y el propio Hitchcock fueron construyendo la historia según les venían a la mente secuencias que podrían funcionar en una película de espías. Venían de frustrarse un proyecto sobre un célebre naufragio, y Hitchcock se despejaba comentándole que le gustaría rodar una escena de persecución en el Monte Rushmore (Monumento tallado en la roca entre 1927 y 1941, en el que se pueden ver las efigies de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln). A eso se unió un deseo de rodar una escena en el edificio de las Naciones Unidas, y donde asesinaran a un diplomático misteriosamente. Y así, uniendo situaciones que les parecían atractivas en diversas localizaciones (Nueva York, Chicago, Dakota del sur), se fue perfilando un guión que en otras manos habría sido una sinfonía del despropósito, pero que en las de Lehman y Hitchcock funcionaba con la precisión y coherencia de un reloj bien calibrado, donde el sentido de la aventura, la comedia y el thriller, e incluso el romanticismo, estaban donde debían estar y transmitían exactamente lo que debía transmitir. Varias de las constantes del maestro inglés se dan en esta cuarta colaboración con Cary Grant, como son la diatriba del falso culpable, el confundido enfrentándose a la confusión y su lucha por la supervivencia en una situación que se sale de su hábitat habitual. Sin olvidar esa busqueda a sotto vocce del absurdo, como la madre del personaje principal, interpretada por Jessie Royce Landis, con solo un año más que Cary Grant, y que protagoniza uno de los pocos agujeros argumentales de la película, cuando acompaña al protagonista en una de sus pesquisas y este se escabulle de sus perseguidores, dejándola atrás, y no preocupándose más de ella en toda la cinta, abandonándola aparentemente en manos del peligro. Pero es el pequeño precio de unas gotitas de absurdo. En Hitchcock, nada de lo que aparece en pantalla es gratuito, todo tiene su función.
Tras el éxito de la cinta, Lehman bromeaba con que en el futuro en los cines se conectarán electrodos en las cabezas de los espectadores y se les inducirán las emociones a sentir al antojo del director. Y esta película es un poco de eso.
Tras unos habitualmente estilosos títulos de crédito, obra de Saul Bass (¿de quien sino?), un arranque espectacularmente rápido (a los dos minutos del comienzo de la película) no da lugar a posicionamientos morales, pero si a empatizar con el protagonista, un Cary Grant en gracia, que hace aquí uno de sus papeles más interesantes, alejado de sus habituales galanes y sin embargo en un ejercicio paródico de estos. Una confusión que envuelve al espectador que es pillado por sorpresa como el protagonista, que intenta solventar la situación con una actitud cínica al principio, pero que irá tornando en desesperada cuando vea que la resolución no es tan optimista como desearía. Un tranquilamente diabólico James Mason será quien anuncie al atribulado publicista la seguridad que tienen de que en realidad se trata de un agente encubierto que trata de deshacer su organización criminal. Este no entiende nada, pero poco a poco va entrando en el juego hasta desempeñar un papel importante en la trama, dándole tiempo a seducir a la rubia inefablemente misteriosa (sello hitchcockniano) y resolver el entuerto, con todas las peripecias que encuentra por el camino.
Varias son las escenas ya míticas de esta joya del cine de espías, dignas de ser estudiadas en las escuelas de cine por su resolución y ejecución. Como la ingeniosa intentona de asesinato de la que es víctima Cary Grant tras su primer encuentro con los mafiosos, en la que un malvado (de mirada nerviosa e insidiosa) Martin Landau le emborracha en contra de su voluntad y le coloca al volante de un coche robado, para que se despeñe y no deje huellas de su existencia, y de la que la víctima se escabulle y huye conduciendo, con la dificultad de su estado tremendamente ebrio, y como intenta no salirse de la carretera hasta que provoca un accidente con policías implicados. Al final de la situación, tras su detención/salvación por parte de los policías, tiene lugar el desahogo cómico que tiene lugar tras cada escena de tensión, milimétricamente medida para que no sea estridente y no desentone con el desarrollo de la acción, pero que cumpla su función de empatizar aún más con el personaje y su circunstancia.
O la escena de Cary Grant cuando se dirige al edificio de la ONU para esclarecer su secuestro. Como Hitchcock no obtuvo permiso para rodar en el célebre edificio, y estaba empeñado en hacerlo, rodó a Cary Grant entrando en el recinto desde una furgoneta aparcada en la acera de enfrente con todo el equipo oculto, frente a las mismas narices del servicio de seguridad, que incluso aparece en la toma. Los interiores se recrearon en estudio.
La quizá más celebre escena de toda la película, la del avión fumigador que persigue a un asustado Cary Grant por un campo de maizales secos, fue rodada con truco, ya que en las escenas que más acecha el aeroplano se rodaron primero y se proyectaron después en estudio, donde el actor caía al suelo. Aunque en las que corre asustado con el avión detrás, el truco radica en que Grant no sabía a que peligro debía enfrentarse, y cuando el avión aparentemente se le viene encima, la cara de pavor del actor es de lo más real que surca el film, aunque luego se redondease en estudio, pero en el momento le debieron temblar las canillas al galán hollywoodense del momento. El absurdo aquí es más latente cuando vemos un avión fumigador en un campo que no necesita ser fumigado, pero el bueno de Al consigue que no nos preguntemos en ningún momento por ello, y nos fijemos únicamente en la desesperación del rostro del actor acosado por el peligro.
Cary Grant hace aquí uno de sus papeles más carismáticos, donde su toque cínico le va como anillo al dedo, a pesar de no despeinarse en toda la película, pero si mostrando la evolución de su personaje, desde la perplejidad del comienzo hasta la involucración del final de la cinta, cuando se cuelga la bandolera de héroe y ejerce como tal. Sin estridencias y convincentemente, el clásico se torna imperecedero.
Eve Marie Saint ejerce de rubia intrigante, quizá la menos hitchcockniana de las mujeres del Sir inglés, pero sensual y frágil cuando ha de serlo. Quizá no permanezca en la retina, pero su presencia y sensualidad está latente incluso cuando no aparece. En una de las escenas, ella le comenta a Grant que Nunca habla de amor antes de almorzar, aunque si somos capaces de leerla los labios, descubriríamos que está doblada por ella misma, y en realidad su frase es Nunca hago el amor antes de almorzar. Dicho esto a un completo desconocido en un vagón de tren, era de esperar que la censura echara sus garras, pero deja claras las intenciones del personaje.
James Mason es el mafioso calmado pero terriblemente cruel, como un paradigma icónico del personaje, sólido y letal, que con pocas apariciones nos marca el terreno del peligro con sobriedad pero con inminencia.
El toque psicopático viene de la mano de un joven Martin Landau, que con su mirada aviesa es inmune a los giros de su alrededor y es realmente el verdadero villano contra el que debe medirse Grant, sádico y efectivo en su contundencia, con una velada insinuación a su homosexualidad muy sugerida por la censura de la época, pero palpable para el espectador perspicaz.
La batuta de Bernard Herrman está aquí especialmente inspirada, con un tema principal que se luce en los títulos de crédito y que marca la pauta de lo que el espectador puede encontrarse después, y que gracias a un montaje prodigioso que mantiene al espectador pegado a la pantalla, navega fluida por las distintas situaciones del protagonista. Es sin duda una de las mejores colaboraciones con Hichtcock, quizá menos célebres que otras, pero de las más adecuadas.
Juntos todo ellos, bajo la batuta del maestro inglés, logran un clásico que resulta difícil de clasificar, por sus momentos de thriller, comedia o aventura romántica, con un final quizá algo presuroso gracias a una resolutiva elipsis en un momento de máxima tensión (con otro de esos giros tan habituales durante el metraje, que no duda en no tomarse en serio a si misma, y por ende, a los espectadores, ya del todo conquistados), pero que cala hondo en la historia del celuloide, dejando como legado un sólido cimiento del cine de nuestros días, y un clásico que nunca envejece tan eficaz como un cuchillo en la espalda.