REVISTA DE CINE, EN TODO SU ESPLENDOR, EN GRANDIOSO CINEMASCOPE Y SONIDO DE ALTA FIDELIDAD

23 de abril de 2008

El Libro Negro, la guerra es el espejo de ambos bandos

De un tiempo a esta parte ha habido un resurgir de películas centradas en la II Guerra Mundial (iniciada, si la memoria no me falla, por Salvar al Soldado Ryan, de Steven Spielberg, aunque eso no quiere decir que no hubiera ejemplos esporádicos en los últimos 15 años) y sus consecuencias más o menos directas, de manos de directores reconocidos y habitualmente alejados del género, algunos de ellos incluso partiendo de experiencias personales, lo que le otorga una visión de primera mano que, aún subjetiva por su capacidad creadora inherente, no dejan de ser un testimonio a valorar. El Pianista, de Roman Polanski, es un caso, y la cinta que nos ocupa, El Libro Negro, de Paul Verhoeven, es otro, aunque desde otra perspectiva, tal vez más crítica con el género humano en general, y no solo un bando en particular.
Es además el retorno de Verhoeven a su Holanda natal, y de su cine más comprometido (más coherente con su primera etapa) que su larga aventura en Hollywood, marcada casi siempre por la ciencia-ficción de acción o la explotación del morbo sexual más gratuito. Es famoso por filmes más taquilleros como Robocop, Desafío Total, Starship Troopers (ejemplos de ciencia-ficción de calidad, aún explotando la violencia como estilo propio, bien filmada), Los señores del acero (un tanto fallida incursión en la Edad Media), u otras como Instinto Básico o Showgirls, donde importaba más el morbo sexual (sugerido o explícito en según que casos) que la calidad de la película en su conjunto. Su fascinación por la violencia o el sexo es siempre patente en su cine, pero una veces mejor plasmado que otras.
En este caso, y partiendo de numerosas fuentes y una importante labor de documentación, aborda el tema de la ocupación nazi en Holanda durante la II Guerra mundial, donde hechos reales y experiencias propias (vivió estos momentos cuando tenía seis años) se entretejen en un tapiz crudo y brutal de unos momentos donde lo mejor y lo peor del ser humano sale a flote a borbotones.
La historia cuenta las vivencias de Rachel Stein (Carice van Houten), una joven cantante judía que vive escondiéndose durante la ocupación alemana de Holanda, y que durante un supuesto escape que resulta ser una trampa, pierde a toda su familia en una emboscada, y escapa sola, uniéndose tras varias vicisitudes a la resistencia, casi más por necesidad que por motivaciones guerreras intrínsecas. Tras conocer a un alto oficial nazi en un viaje entren, le será encomendada la misión de infiltrarse en las oficinas del alto mando y seducir al oficial alemán, para obtener información y para liberar a varios prisioneros, entre los que se encuentra el hijo del jefe de la resistencia.
Con una ambientación muy lograda, y una declaración de intenciones donde los efectos especiales son todos artesanales y reales, dejando de lado toda la maquinaria digital, Verhoeven consigue un retrato muy fiel de aquellos tiempos, alejado de los blancos y negros de malos y buenos que suelen darse en estas producciones, y mostrando un mundo de grises peligroso, cruel y brutal, pero más real y verídico que otras muestras del género.
El libro negro al que hace alusión el título es la pequeña agenda de De Boer, un abogado holandés de La Haya que se dedicaba a intermediar entre el alto mando alemán y la resistencia, pactando liberación de prisioneros y evitando el derramamiento innecesario de sangre. Era muy habitual que si la resistencia asesinaba a un oficial nazi, o colocaba una bomba cerca de sus cuarteles, estos ejecutaran a cierto número de capturados como demostración de fuerza. Las primeras noticias de dicha libreta parten de la novela Moordenaarswerk, del holandés Hans van Straten, pero lo cierto es que dicha libreta, donde figuraban nombres de colaboracionistas y listas de familias ricas que pactaban su huida del país, no llegó nunca a aparecer. Tras una importante labor de investigación del propio Verhoeven y del guionista Gerard Soeteman, y la maceración del un proyecto que rondaba la mesa del director holandés desde hacía más de veinticinco años, la película se llevó a cabo en el retorno a un cine más comprometido del autor de Eric, oficial de la Reina.
Otra fuente importante es el Informe Kampoestanden, escrito por el reverendo Van der Vaart Smit, miembro del partido nazi holandés, que fue hecho prisionero al finalizar la contienda, donde narra el maltrato y vejaciones a los que eran sometidos en los campos de prisioneros que pronto surgieron.
Es la otra cara de la moneda, donde Verhoeven deja claro que no solo se cometieron barbaridades en el lado nazi, más brutales sin duda y al fin y al cabo los provocadores del conflicto, ya que cuando llegó el final del Tercer Reich las revanchas de los recién liberados no le fueron a la zaga, y durante un tiempo reinó el caos entre venganzas personales, ejecuciones inválidas y traiciones encontradas. Muy bien plasmado en una escena donde, a mitad de celebración del fin de la guerra, un grupo de colaboracionistas están siendo desnudados a la fuerza en público, afeitando la cabeza a mujeres tal y como los nazis hacían a las mujeres judías, y linchamientos públicos. En este aspecto es donde Verhoeven carga las tintas, mostrando la brutalidad de ambos bandos, sin escatimar en violencia y plasmación de las vejaciones, a cual más degradante, sin caer sin embargo en lo gratuito (aunque si en lo explícito, marca de la casa).
Es lo bueno del cine de Verhoeven, que si tiene que aparecer un desnudo aparecerá, y si tiene que mostrar una violación o una explosión de violencia desatada, cruel y real, la desatará. Es impagable la escena en la que la protagonista se está tiñendo el vello púbico de rubio, para que no desentone con su cabello igualmente teñido que oculta su moreno natural, mientras planea con otro miembro de la resistencia como va infiltrarse, y a mitad de proceso siente el molesto escozor del amoniaco del tinte. O las fiestas en la sede del partido nazi que desembocan en orgías desatadas, más salvajes según se acerca el momento de la derrota final, decadentes y desesperadas. O la cadena de vejaciones de la que es víctima la protagonista cuando es hecha prisionera tras el armisticio y tomada por espía nazi, culminada por un autentico baño en las inmundicias del alma humana. Verhoeven mantiene esa marca de casa sin resultar estridente, añadiendo sutilidades nada sutiles a una historia poco complaciente con ninguno de los bandos, algo que la diferencia a sobremanera del resto de historias similares a lo largo del género, y brilla como un diamante necesario para revitalizar la filmografía del director.
Con un ritmo donde no hay espacio para la meditación ni el drama intimista, sacrificándola un tanto a la actividad e intranquilidad de un país ocupado, y a pesar de una primera media hora un tanto confusa, la historia empieza metida en situación, lo que obliga al espectador a introducirse sobre la marcha, algo arriesgado para el espectador poco familiarizado con el contexto histórico, pero que resuelve su planteamiento de manera brillante y con un arranque directo y sin concesiones. El retrato de la resistencia no es complaciente, y tampoco se sataniza a los miembros del partido nazi, aunque hay extremos que inequívocamente han de hacer aparición para desarrollar la trama y hacer avanzar las vicisitudes e intrigas dentro de la infiltración, una intriga muy bien rodada, un poco al estilo Hitchcock, efectiva y decisiva.
Uno de sus grandes aciertos es el casting, compuesto por actores holandeses y alemanes casi desconocidos en nuestro país, pero que le otorgan una veracidad y un dramatismo más intenso aún, al no tener el handicap de la estrella de turno y saber que este no morirá.
El peso de la película cae sobre Carice van Houten, actriz teatral holandesa, que interpreta a Rachel Stein, la cantante judía que se une a la resistencia, y que en realidad está basado en tres personajes reales del momento: dos combatientes de la resistencia, Séme van Eeghen y Kitty ten Have, y la artista Dora Paulsen. Y lo cierto es que sale airosa del reto con creces; es completamente el rostro de la cinta, por su belleza inherente y su derroche de encanto, tristeza, impotencia o peligro mediante una mirada potente y penetrante. Como la fuerza del personaje, que reside en su carácter, su fortaleza disfrazada de cierta frivolidad que se quiebra hacía el final de la película, un personaje que no se puede ni siquiera llorar por la pérdida de toda su familia, y que contenida y rabiosa, se mantiene en cada situación en una mezcla de dignidad y cachorro acorralado, hasta una explosión final donde su fe en el ser humano quedará muy mermada y su vida marcada por un conflicto que es realidad no acabará nunca, para ella. Por una serie de vicisitudes, la que es una judía perseguida por el nazismo, se verá igualmente perseguida por su propio bando y traicionada por aquellos en los que más confiaba, y solo apoyada momentáneamente en quien poco antes era su enemigo.
Otro personaje interesante es el de Ronnie, secretaria compañera de la protagonista, interpretada por Halina Reijn, que representa a esas personas sin convicciones políticas reales y que se acoplaban al viento que mejor les mecía, trabajando para los nazis y participando en su fiestas, devaneos y orgías, sin ser realmente nazis ni estar afiliadas al partido, y que al final de la guerra fueron apresadas y tratadas con más crueldad incluso que a los propios nazis debido a su carácter de traidores, o bien supieron amoldarse a la nueva situación sin remordimientos, simplemente por instinto de supervivencia. Y sin embargo, se permite un matiz en un momento dado de la trama que deja al espectador intrigado y reflexivo a la vez.
El resto del elenco se completa con Sebastián Koch, actor alemán de cierto prestigio gracias a sus intervenciones en La Vida de los Otros o Amén, en la piel del oficial nazi al que la protagonista ha de espiar, rico en matices y no todo lo fanático que cabía esperar de este tipo de personajes, y Tom Hoffman que encarna a un combativo miembro de la resistencia, líder militar leal a la reina de Holanda, entregado y resolutivo, pero igualmente gris y eclipsado en sus convicciones.
Únicamente la película peca de ciertos tics tramposos herencia de la etapa hollywoodense del director, que aunque chirrían en el momento del visionado, se olvidan por la buena factura del conjunto, y un personaje desdibujado y prescindible, un religioso miembro de la resistencia que protagoniza un momento que debía ser de tensión, el secuestro de un supuesto traidor y su intento de huida, y viendo que un compañero esta a punto de perecer, no es capaz de disparar su arma y queda paralizado, hasta que el traidor exclama un juramento en vano y solo en ese momento se decide a dispararlo al grito de ¡ha blasfemado, ha blasfemado!, quedando convertido en una bochornosa pantomima inicialmente con ninguna intención cómica pero irrisoria en todo caso, que por suerte se olvida pronto.
En definitiva, un complejo tapiz de las reacciones humanas en una situación de guerra, vista desde el punto de vista de judíos, nazis y holandeses, rodada con un estilo clásico y sin embargo fresco en el panorama actual cinematográfico, efectiva, cínica y personal de acuerdo a la trayectoria del director holandés. Si es este el comienzo de una nueva etapa vernácula del director del país de los tulipanes, alejado de la maquinaria fagocitaria americana, nos deparará no pocas satisfacciones cuando las luces se apaguen en la sala y la moviola empiece a navegar delante de nuestros ojos.

18 de abril de 2008

El Amanecer de los muertos, más allá del banquete de entrañas

Muy pocas veces el remake tiene realmente algo que decir, porque lo habitual en Hollywoodland es repetir la formula, “adaptada a los nuevos tiempos”, y habitualmente, defecarse en la memoria del original. Pero existen esas pocas veces, tales como El Cabo del miedo, de Scorsese, Ben-Hur, de William Wyler, o incluso La Cosa, de John Carpenter. La única excusa válida del remake es la de ampliar, mejorar, o al menos remozar originalmente una propuesta anterior, sin caer en el copieteo barato o la infrahumanización de la película originaria.
La primera película del estimable Zack Snyder (director de 300, y de la próxima Watchmen), es de los pocos casos donde un remake no solo está justificado, sino que el producto final no digo que supere (no he visto la original, aunque seguramente así lo haga), sino que profundiza, actualiza, y convierte una película de zombies en algo más que gente podrida comiéndose a otros y persecuciones de miembros amputados.
Evidentemente, de eso no falta, con una factura espléndida y dosificando los momentos gore cuando deben estar, dosis adecuadas de sustos (y algunos muy conseguidos), pero sin caer en la escatología barata, dejando parte del terror donde debe estar, dentro de la imaginación del espectador, pero dando los toques necesarios de sorpresa, descomposición de carne y espíritu, y llegando a límites que no pensábamos descubrir (como el desasosegante bebé zombie).
Con un comienzo abrupto, pero con toques de realismo, gracias a esos retazos de informativos donde se inicia la crítica de carga social indiscriminada (analogías del despertar de los zombies con disturbios de todo tipo, por todo el mundo, con escenas de miles de congregados rezando, o retazos en zonas de guerra donde los soldados son atacados por infectados hambrientos), y unos títulos de crédito donde se nos anuncia mediante una muy adecuada canción de Johnny Cash (When a man comes around), la declaración de intenciones del film: carga social, zombies, búsqueda de realismo, y humor negro. Porque una de las cosas que hace grande esta película son los toques de humor negro, que aunque descargan la tensión del momento para hacer descansar al espectador, realmente muestran la verdadera naturaleza del ser humano y su lucha contra el pesimismo de una situación evidentemente perdida.
Con un uso muy inteligente de la elipsis y las imágenes subliminales (rostros de zombie en primer plano en los títulos como flashes repentinos), Zinder aprovecha las posibilidades visuales que le brinda una situación de caos tal, donde nada es como debiera ser, y todo lo conocido y coherente se ha derrumbado o ha desaparecido. Ese plano con zoom inverso, cuando el personaje de Sarah Polley huye en su coche tras un despertar ajetreado, y vamos descubriendo la magnitud del desastre con accidentes que se suceden a su paso, siendo testigo de escenas desesperadas, y finalizando en el choque lógico de alguien que conduce con ese estado de nervios.
Otro gran acierto, que ayuda a crear esa sensación de realismo que hace la película más desasosegante, es el uso de la televisión y los videos caseros, a menudo utilizados en retazos y cortes intermitentes, que te hacen dejar los ojos pegados a la pantalla. Y es muy inteligente además, ya que se trata de un recurso que funciona igual de bien en el cine, que en la tranquilidad del hogar en la pantalla de la televisión. Los telediarios entrecortados, las imágenes que parecen reportajes de guerra donde repentinamente irrumpen los zombies, o incluso el video personal de Andy, el personaje superviviente de la armería, en el que podemos ver el deterioro de su personalidad y su caída a los abismos de la locura (video que no veremos en la película, sino entre los extras en DVD de la película, junto a una narración más lineal de uno de los telediarios).
Prácticamente de la noche a la mañana, el mundo despierta dominado por los muertos vivientes, ya que “cuando no quede sitio en el infierno, los muertos caminarán sobre la tierra”, y un grupo de supervivientes se encierra en un centro comercial, único reducto donde un simulacro de su vida anterior se mantiene con la estabilidad de un castillo de naipes. Aquí, cuando van llegando los grupos, se encuentran con los vigilantes atrincherados, que en su delirio, defienden su plaza con principios fascistas y contraproducentes, al estar a punto de acabar con los supervivientes antes que con los propios zombies. Y es que aunque el peligro global sea tan evidente, la mayoría de los seres humanos preferirán matarse entre ellos antes que colaborar juntos para enfrentarse a la situación. Pesimista, pero realista y crítica como la vida misma.
Poco a poco van llegando pequeños grupos de gente que consigue escapar de los mordiscos caníbales de los antropófagos descerebrados, lo que nos abre un abanico de personajes, cada cual con su actitud frente al desastre, cada uno siendo un espejo del espectador, con lo que no resulta difícil hallar a alguno que el que nos identifiquemos. El esperanzado aunque perdedor, el cínico, el duro, el obsesionado, y así hasta conformar un mosaico humano donde vemos lo mejor y lo peor del último reducto de la humanidad.
El centro comercial se convierte en el templo del consumismo, que a la postre resulta ser el único espejismo de vida normal, una isla en el mar del caos con los días contados, y un lugar donde aplazar lo inevitable, con la sombra del fracaso planeando como un buitre voraz e impaciente. Es cuando suben a la azotea cuando se encuentran con un panorama global, y una pequeña señal de esperanza. Los muertos vivientes se agolpan poco a poco alrededor del edificio, deambulando sabiendo que allí hay carne fresca, pero sin saber como entrar ni como actuar, formando una marea de descompuestos con todo el tiempo del mundo, esperando que llegue su inminente festín carnívoro. Y a la vez, en una armería cercana, un tipo sobrevive encerrado y disparando como un francotirador paródico desde su pequeña azotea. Cuando ambos grupos se avistan, surge un lazo entre ellos, comunicándose con carteles y animándose con consuelos de papel de fumar (por los finos y fácilmente rompibles).
Inician aquí un juego realmente negro, en el que los unos le indican al otro que dispare a zombies con parecidos de famosos, demostrando su agudeza visual a unos asombrados espectadores cada vez más cerca de la locura. Esa hermandad espontanea, además de un alivio de tensión, juega con la relación filial creada por la distancia, que se torna en autentica preocupación cuando al solitario se le acaban los víveres, y la desesperación mermará su cinismo típicamente yanqui sureño. El intento de rescate con perro incluido (aquí los zombies no comen animales), dará una falsa esperanza que desembocará en lo inevitable.
La resolución les llevará a idear un plan de huida hasta la costa, con intención de escapar del horror y averiguar si el resto del mundo está igual. Nunca se explica claramente el origen de ese virus, o se trata de una maldición, o una plaga; ahí reside su fuerza, su característica imparable e incomprensible, donde lo único seguro es que todo el mundo ordenado ha sido derrumbado y el caos reina por doquier. A diferencia de las películas clásicas de George Romero, autor de la película original, aquí los zombies son extremadamente ágiles y rápidos, cercanos a bestias feroces (más cerca de los infectados, que no zombies, de 28 días después). Esto ha sido motivo de discusión por los más puristas del género, pero su renovación se hacía muy necesaria, y es cierto que el peligro que causan estos hiperactivos zombies es más acongojante que los clásicos lentos, y sin embargo inexorables.
Con una huida antológica en autocares tuneados (con la mayor densidad de zombies por metro cuadrado jamás vista en una película del género), el final no se hace esperar y resulta como solo puede ser en una situación así. Desesperanza y mucha carne podrida.
El equilibrio entre terror y humor negro que comentábamos antes es uno de los aciertos de la cinta, montada con un ritmo que no decae, solo interrumpido por alguna decisión no justificada por parte de algún personaje, pero coherente en su conjunto, y aprovechando casi al máximo las herramientas propias del género. Hay planos muy sugerentes y secuencias que ya indican por donde van los derroteros de un realizador que está demostrando que hay que seguirle muy de cerca, con una identidad visual propia, y capaz de hacer suyos ciertos convencionalismos que, bien utilizados, son la etiqueta inequívoca para contentar a los fans de este tipo de películas, pero que no solo no desentonan, sino que enriquecen y redondean un conjunto brillante y notable, que bien puede ser apreciado por el espectador profano.

Ya con el elenco de protagonistas se sientan ciertas bases, como la elección de Sarah Polley como el personaje que nos introduce en la historia y que más claro parece pensar (a pesar de quizá admitir demasiado rápido la situación, tras un comienzo que volvería loco a cualquiera). Musa de películas más intimistas y siempre alejada de fantasías, su aporte hace que veamos la situación más cercana, más posible, y por ello más desestabilizante para nuestra cordura. Ving Rhames como el policía duro que actúa según sus principios, aunque siempre sea de los primeros en colaborar y ayudar a la mayoría, aunque en un principio solo piense en reunirse con su hermano en una base militar supuestamente a salvo, entelequia del orden al que se acogen como su última esperanza. Mekhi Phifer, junto a Inna Korobkina, son un matrimonio perplejo, aunque con ansias de vivir, que sufren la mayor locura cuando ella, embarazada, es infectada, y lejos de hacer lo convenido por la mayoría, el marido la encierra y atará, para hacer todo lo posible por salvar a su futuro retoño, pasando por encima de todos los demás y de la cordura misma, dando como resultado la mayor aberración del filme, y el momento más desesperanzador de este cuento moral. Jake Weber será el único que vea salvación en muchos momentos, a pesar de considerarse un perdedor nato en su vida normal, optimista con recursos, pero víctima como todos de un final anunciado. En total, son 16 los supervivientes que llegan a atrincherarse en el centro comercial, cada uno con un aspecto de las reacciones humanas ante una catástrofe. Aunque al final solo habrá una única verdad para todos: su inminente extinción.
La versión original de Romero era la segunda entrega de su saga de muertos vivientes, y aunque escasa en medios, fue la que realmente sentó las bases del cine de zombies, superando incluso a su predecesora, y con la carga crítica siempre como bandera, por encima de su fascinación gore. En esta nueva versión se mantiene el argumento en lo básico, cambiando personajes y situaciones, hasta el punto de que casi son dos películas distintas con un punto de arranque común, lo que enriquece aún más su condición de remake. Con todo, hay numerosos guiños a su modelo, lo que no hace sino demostrar el gran respeto que se siente hacía el creador de todo un subgénero del cine moderno. Hasta Tom Savini, el encargado de los efectos especiales de la película original y zombie ocasional, tiene un cameo en una entrevista televisiva que ven los protagonistas, como un sheriff de gatillo fácil que describe como deshacerse de los muertos andantes, irónicamente siendo él uno de sus artífices originales. Varios nombres de tiendas hacen referencia a protagonistas de la versión anterior, como Gaylen Ross, y guiños en frases exactas pronunciadas tal cual en su versión original.
Como diferencias principales, aparte de la agilidad extrema de los zombies, el proceso de infección (más rápido aquí, cuestión de minutos o segundos, que en la original, que podía llevar días), y tal vez el origen, aquí algo parecido a un virus, allí simplemente se levantan los muertos de sus tumbas. Lo cierto es que cada una es hija de su tiempo, con su carga crítica y su estilo al plasmar la historia, y aunque esta versión de 2004 es en ciertos momentos casi más una película de acción, lo cierto es que es una muy estimable película de terror, poco habitual la carga crítica y su imaginativa factura, y disfrutable incluso por los no habituales del género.

9 de abril de 2008

Ben-Hur, o el mayor espectáculo del mundo

Convertida hoy en día en un signo inequívoco de que la semana santa esta cerca (o incluso nadando en ella sin que te hayas dado cuenta), lo cierto es que en su día poder contemplar Ben-Hur en una gigantesca pantalla panorámica (de las primeras producciones en rodarse en Cinemascope) debió ser toda una experiencia más allá de misticismos cristianos, y más cercano si acaso a los paganos terrenos celestiales del celuloide más épico y evasivo. Y es que aún con la carga religiosa que se quiere siempre achacar, lo cierto es que esta es más tangente de lo que parece, presentándonos en realidad una cinta de aventuras de ambientación histórica, donde la consecución del héroe y sus vicisitudes son más importantes que el mensaje cristiano, que aunque presente sutilmente, es más claro en el inicio y final del periplo.
Por que la primera escena es nada más y nada menos que una representación preciosista (y más cercana a la imaginería barroca que a los postulados históricos) del nacimiento de Jesús, con su portal de Belén, sus Reyes Magos, y sus pastores anunciados. Y aunque al final vivimos como de refilón ciertas escenas básicas de la Pasión, con crucifixión invitando a los créditos finales, pasamos por momentos en lo que se hace patente que la bondad de Judah Ben-Hur es fruto de estos encuentros esporádicos (cuando es prisionero y Jesús le tiende un cuenco con agua, o durante el Vía Crucis, donde Ben-Hur a la sazón le devuelve el gesto) con un Jesús al que nunca vemos el rostro, tal vez por mantener el misticismo del momento. Pero lo cierto es que el resto es pura aventura.
Aventura, toques de melodrama, denuncia histórica, pero siempre desde una perspectiva épica y apabulladora, que sin embargo esconde momentos intimistas realmente perturbadores, que son la guía sentimental de la historia y sus consecuencias, con tintes moralizantes (como es propio en la época).
La amistad del judío Ben-Hur (un eterno Charlton Heston en su papel definitivo) con el romano Messala (Stephen Boyd, de mirada inquisitiva e inundada de odio si es necesario) parece inquebrantable y cimentada por el simple amor filial, dejando de lado que uno es un príncipe judío en un país conquistado por el imperio romano, del que el otro es gobernador y militar emérito. Lo que parecen llevar bien, pronto se tuerce por motivos políticos y oportunidades aprovechadas, cuando una teja cae accidentalmente de una terraza de la casa de Hur, justo al pasar una comitiva triunfante romana. Tomado como un acto terrorista de inmediato, Messala no duda en juzgar y condenar sin dilación al que era su mejor amigo (de hecho a su madre y hermana, pero este se presta en su lugar), y envía al destierro a su antes querido amigo, confinándole en el calabozo y más tarde a galeras, y destrozando la vida de su familia y prometida.
Ben-Hur, sobreviviente nato, sobrevivirá a un naufragio, salvará la vida a un alto militar romano que le adoptará y concederá valores romanos, y se enfrentará en el circo máximo en carrera de cuadrigas a su antiguo amigo, cada vez más encarnizado en acabar con él personalmente. La búsqueda posterior de su madre y hermana leprosas por parte de Judah (encarnadas por Martha Scott y Cathy O’Donell) le llevará hasta esos momentos finales de la Crucifixión, el milagro de la curación de su madre y hermana, y a tratar de recomponer una vida desmontada por la ambición de un amigo. Solo la que será la prometida de Judah, Irene (Haya Harareet), sabrá y llevará la carga de cuidar de la madre y hermana de Judah, leprosas y recluidas en una zona solo para esos enfermos, y a las que Judah daba por muertas.
Basada en una novela original de Lewis Wallace, general norteamericano, en 1880, y donde en sus páginas el mensaje religioso es más acentuado, acertada fue la labor del guionista Kart Tunberg de minimizarlo (aunque siempre manteniéndose en la estela propia de las producciones de la época), primando el espectáculo de acción y aventura que tan bien ha permanecido en nuestras retinas. Con una dirección firme y casi artesanal de William Wyler, funcional y aprovechadora de las ventajas del nuevo formato Cinemascope y dotando a la cinta de un ritmo bien dosificado a pesar de sus casi cuatro horas, la película te mantiene pendiente de las aventuras de Judah, sus vicisitudes y ambiciones, hasta ser partícipes de la carrera jamás mejor representada en una pantalla de cine, como es la de cuadrigas de veinte minutos de duración. Con la fuerza de los látigos de Messala haciendo trampas en la carrera, y los trompicones tan realistas de los choques, saltos y demás peligros de la pista, esta escena ha pasado a los anales de la historia del cine por absoluto derecho propio.
Cierto es que hay momentos más lentos, donde la introspección que pone de manifiesto las verdaderas motivaciones de Ben-Hur ralentizan un poco la marcha, pero pronto aparece una escena subyugante que te introduce en la historia, como la magnífica ambientación de las galeras, donde la magnífica banda sonora de Miklos Rozsa se funde con los tambores que marcan el ritmo de los remeros, o el desfile de entrada en Roma con el general que le ha adoptado tras salvarle la vida. En ese momento Ben-Hur es convertido en ciudadano romano, pero sus convicciones no entienden de religiones y él solo desea vengarse del hombre que le ha destrozado la vida.
La figura del padre adoptivo no estará solo representada a través del general romano, Quinto Arrio, interpretado con contrición por Jack Hawkins, atormentado por la perdida de su hijo y que llena su vacío con la protección de Judah, sino también por la figura del jeque Ilderim, un Hugh Griffith en estado de gracia, con un personaje de pinceladas cómicas (para aliviar la tensión de la historia) pero que ayudará a Ben-Hur de la mejor manera que sabe, proporcionándole el instrumento con el que obtendrá su ansiada venganza, los mejores y más fuertes caballos para la carrera de cuadrigas en la que se enfrentará a su antes mejor amigo y ahora enemigo encarnizado.
Para hacerse una idea de los números de esta superproducción (la más cara de su época con 15 millones de dólares, aunque al poco superada por Cleopatra), para construir el circo máximo donde se desarrolla la carrera (inspirado en el original circo máximo de Antioquia, antaño provincia romana) fue necesario un año de trabajo, y tres meses para rodarla. El resultado es el testimonio de la escena, todavía hoy no superada y sabiendo que prácticamente todo lo que aparece en pantalla es real. Una escena donde el único sonido es el ensordecedor ruido de los caballos cabalgando con todas sus fuerzas, las ruedas entrechocando, el clamor del público, los chasquidos del látigo de Messala y los carros destrozándose al caer. Estamos en 1959, y el aturdimiento en las salas cautivó al respetable durante años.
Tras la carrera, donde Messala cae y es arrastrado por su propio carro, quedando destrozado y moribundo, esté realizará su último acto diabólico contra Judah, rebelándole que la madre y hermana que daba por muertas están en realidad vivas, aunque condenada por la lepra. Después, morirá sabiendo que el último estoque ha sido suyo, y que la venganza de Judah nunca será plena por la magnitud de sus actos. La impotencia de Ben-Hur es manifiesta, e inmediatamente iniciará esa búsqueda más vital aún que la venganza.
Durante casi 40 años, Ben-Hur fue la película que más premios Oscar acaparó, 11 galardones, solo igualada más tarde por Titanic y El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey. Pero independientemente de la ristra de premios, que realmente valoró más una nueva forma de hacer cine, una forma donde el espectáculo era apabullador y cada vez era más la capacidad del celuloide de convertirse en el entretenimiento máximo, Ben-Hur es un capítulo indispensable de la historia (inició del género Peplum, que tanto auge tuvo durante toda la década siguiente), algo infravalorada por sus hoy continuos pases televisivos y por su, un tanto equívoca, etiqueta de “película bíblica”, pero inevitablemente CINE con mayúsculas.